jueves, 28 de octubre de 2010
La eficacia transformadora de la Eucaristía
viernes, 17 de julio de 2009
Ramiro Pellitero
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Eucaristía, Iglesia y existencia cristiana en la exhortación postsinodal «Sacramentum caritatis»
Publicado en "Scripta Theologica" 40 (2008) 107-124
Sumario
Introducción.- 1. Novedad y radicalidad del culto cristiano.- 2. La ofrenda de la propia vida a Dios, a través de Cristo y en comunión con la Iglesia.- 3. La "forma eucarística" de la vida cristiana y el dinamismo de la caridad: 3.1. La vida cristiana tiene "forma eucarística" en cuanto "culto espiritual": a) ¿Qué tipo de "forma" y de "culto"?; b) Valor eclesial y antropológico del culto espiritual. "Vivir según el domingo"; c) Vertiente pública y socio-cultural de la vida cristiana en un tiempo de secularización. Misión de los fieles laicos.- 3.2. Eucaristía, misión y testimonio cristiano.- 3.3. Eucaristía: vida del hombre y del mundo: a) Dinamismo social y liberador de la Eucaristía; b) Responsabilidad por la creación; c) Hacia una síntesis.- 4. Implicaciones Teológico-pastorales y educativas: a) Eucaristía, Iglesia y existencia cristiana; b) Implicaciones operativas.
Introducción
La Exhortación Sacramentum caritatis, sobre la Eucaristía como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia (22-II-2007), se sitúa, como tantos documentos de la Iglesia, no en una perspectiva puramente doctrinal ni tampoco puramente "práctica". Consciente "del vasto patrimonio doctrinal y disciplinar acumulado a través de los siglos sobre este Sacramento" (n. 5), el texto adopta un enfoque teológico-pastoral, para afrontar la relación entre la fe en la Eucaristía, la celebración eucarística y el "culto espiritual", como dimensión esencial de la vida cristiana y del servicio (la caridad) que los cristianos prestan en el mundo.
En efecto, la finalidad declarada del texto es: "Recomendar…que el pueblo cristiano profundice en la relación entre el Misterio eucarístico, el acto litúrgico y el nuevo culto espiritual que se deriva de la Eucaristía como sacramento de la caridad" (n. 5). A esa finalidad corresponde su estructura tripartita: la Eucaristía como misterio que se ha de creer, como misterio que se ha de celebrar, como misterio que se ha de vivir. La trilogía fe-celebración-vida es un reflejo de otra trilogía que, según la encíclica Deus caritas est, articula esencialmente la misión de la Iglesia: anuncio de la Palabra de Dios – celebración de los sacramentos – servicio de la caridad (kerygma-martyria,leiturgia, diakonia) (cfr. los nn. 20-25 de la encíclica).
Una de las tesis de fondo de la Exhortación que nos ocupa es la novedad, radicalidad y carácter definitivo del culto cristiano, y cómo debe entenderse y vivirse ese culto, que, en cierto sentido, se identifica con la vida cristiana. Sobre el trasfondo del misterio y de la misión de la Iglesia, la vida cristiana está caracterizada, toda ella, como culto espiritual que se centra en la celebración eucarística.
La relación Eucaristía-vida se desarrolla como tal en la tercera parte: "la Eucaristía como misterio que hay que vivir". En ella se concentra la finalidad pastoral del texto, que desea espolear las conciencias de los cristianos para que vivan plenamente la Eucaristía también en lo que implica con respecto a la vida social.
Dos anotaciones más de la introducción nos interesan:
a) La temática de la relación entre el Misterio eucarístico (fe), el acto litúrgico (celebración) y el nuevo "culto espiritual" derivado de la Eucaristía (caridad) fue señalada por los Padres sinodales en la Proposición primera de las presentadas al Papa [1].
b) La conexión, expresamente señalada por Benedicto XVI, entre la perspectiva de esta Exhortación y su primera Encíclica "Deus caritas est", en la que subrayaba la relación entre la Eucaristía y el amor cristiano, tanto respecto a Dios como al prójimo (cfr. n. 5).
El núcleo de la relación Eucaristía-vida es, en definitiva, la vida cristiana entendida como culto espiritual. Veamos a continuación cómo se plantea y qué significa esto en la ExhortaciónSacramentum caritatis [2], a lo largo de sus tres partes.
1. Novedad y radicalidad del culto cristiano
Cristo instituye la Eucaristía en el contexto de una cena ritual donde se conmemoraba la liberación de la esclavitud de Egipto, que anunciaba también una liberación futura de la esclavitud y el pecado, "una salvación más profunda, radical, universal y definitiva" (n. 10). La institución de la Eucaristía muestra cómo la muerte del Señor, de por sí violenta y absurda, "se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad" (ibid).
Las palabras de Jesús, "Haced esto en conmemoración mía", no pueden entenderse en el sentido de una mera repetición: "El memorial de total entrega no consiste en la simple repetición de la última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano" (n. 11). ¿Por qué novedad radical? Porque Jesús nos encomienda participar de su entrega, cosa que no sucedía en ningún culto anterior al culto cristiano; porque "la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús", "nos implicamos en la dinámica de su entrega". Es aquí donde recurre el Papa a la imagen de la fisión nuclear, que utilizó con los jóvenes en Colonia: en lo más íntimo de la creación se introduce un proceso de transformación de la realidad que, a través de los cristianos, termina por transfigurar el mundo entero, cuando Dios será todo en todos (cfr. ibid., en referencia a 1 Co 15, 28). Es la nueva y eterna alianza en la sangre del verdadero Cordero inmolado, que comienza transformando el corazón del cristiano y termina transformando el cosmos.
En esa transformación tiene un papel central el Espíritu Santo. Como se manifiesta en la epíclesis, gracias al Espíritu de Cristo el pan y el vino, elementos esenciales de ese culto nuevo, se convierten en el cuerpo y sangre del Señor. La dinámica transformadora de la Eucaristía, se introduce así en la historia y en el seno de las culturas (cfr. n. 12).
La Eucaristía es constitutiva del ser y actuar de la Iglesia, que es esencialmente comunión. Y esa comunión se expresa a su vez mediante los sacramentos. Si por medio de la Eucaristía "los hombres son invitados y llevados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo" (PO 5), mediante los sacramentos "la gracia de Dios influye concretamente en los fieles para que toda su vida, redimida por Cristo, se convierta en culto agradable a Dios". Se realiza así la dimensión ascendente y descendente de la liturgia cristiana: llevar todas las cosas a Dios, llevar la vida divina a todas las cosas.
Después de explicar la relación entre la Eucaristía y los sacramentos, y de recordar cómo la vida cristiana es un pregustar la felicidad escatológica definitiva, a modo de síntesis de la primera parte, se insiste en que "la vida cristiana [está] llamada a ser en todo momento culto espiritual, ofrenda de sí misma agradable a Dios" (n. 33). Y de ese culto espiritual, núcleo y quintaesencia del cristianismo, la Virgen María es ejemplo, realización perfecta y signo de esperanza (vid. también n. 96).
La primera parte nos dice, en conclusión, que el culto espiritual, radicalmente nuevo respecto a todos los cultos anteriores de las religiones (también el del Antiguo Testamento, que era el más perfecto), consiste en ofrecer la propia vida con todo lo que comporta, junto con Cristo, a Dios Padre. Qué tiene que ver esto con la celebración de la Eucaristía, es lo que se plantea a continuación.
2. La ofrenda de la propia vida a Dios, a través de Cristo y en comunión con la Iglesia
La clave se ofrece de inmediato: hay en la Eucaristía una Ofrenda y un Sacrificio: Jesús no da simplemente algo de sí mismo, sino que ofrece y entrega toda su vida por nosotros como verdadero Cordero pascual (cfr. nn. 7s). Gracias a la sacramentalidad de la Iglesia, centrada en la Eucaristía, "los hombres son invitados y llevados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo" (n. 17).
En su segunda parte el documento expone la Eucaristía como "misterio que se ha de celebrar": quién celebra (Cristo y la Iglesia: Christus totus, en palabras de San Agustín) y cómo debe celebrarse (ars celebrandi), la estructura de la celebración y las condiciones para una auténtica participación (actuosa participatio, dice el Concilio Vaticano II), desde el núcleo de la participación interior y en conexión con la adoración y la piedad eucarística [3]. Con palabras tomadas del Sínodo, se explica el sentido de la presentación de las ofrendas: "En el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre" (n. 47).
En el caso de los enfermos, se apunta que la comunión sacramental refuerza su relación con Cristo crucificado y resucitado, de modo que "podrán sentir su propia vida integrada plenamente en la vida y la misión de la Iglesia mediante la ofrenda del propio sufrimiento en unión con el sacrificio de nuestro Señor" (n. 58).
Haciendo un paréntesis, vale la pena anotar a este propósito que el cristianismo no es, como algunos dicen, la religión del sufrimiento, sino, en todo caso, la religión del amor y de la vida. No hay en ninguna otra religión, ni en ningún sistema de pensamiento, respuesta definitiva al misterio del dolor y la muerte, que el cristianismo transforma en Vida plena sin quitarle su misterio. San Agustín explicaba que el núcleo del sacrificio (sacrum-facere= hacer algo sagrado), del que habla el culto cristiano, no es el dolor, sino el amor como participación de la vida divina. El amor más fuerte que la muerte, afirma ya el Cantar de los cantares, y no sólo para el más allá. El cristianismo da un sentido al dolor y a la muerte porque, ante todo, da un sentido a la vida.
Para una participación fructuosa en la celebración eucarística, además de la confesión –de la que se trata en la primera parte (nn. 20-22)– se insiste aquí en que "es necesario esforzarse en corresponder personalmente al misterio que se celebra mediante el ofrecimiento a Dios de la propia vida, en unión con el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo entero" (n. 64). Para ello se requiere una educación sobre el sentido de la Eucaristía, es decir, una "catequesis mistagógica". Con ese fin, además de la Eucaristía bien celebrada, se aconsejan tres cosas: interpretar los ritos a la luz de los acontecimientos de la salvación; introducir a los fieles en el lenguaje de los signos y gestos, que, unidos a la palabra, constituyen el rito; "enseñar el significado de los ritos en relación con la vida cristiana en todas sus facetas, como el trabajo y los compromisos, el pensamiento y el afecto, la actividad y el descanso", sin olvidar la responsabilidad misionera. Se trata de "tomar conciencia de que la propia vida es transformada progresivamente por los santos misterios que se celebran.", educar al cristiano como "hombre nuevo" y prepararle para el testimonio que debe dar en el mundo (ibid).
En resumen, la segunda parte explica que la Eucaristía es un "misterio que se ha de celebrar" y que para hacerlo adecuada y fructuosamente, es necesaria la ofrenda de la propia vida en unión con el sacrificio de Cristo. De la celebración eucarística nace el culto espiritual que caracteriza, que da "forma" a la vida cristiana.
sábado, 31 de julio de 2010
LA PREPARACIÓN
Le reconocieron al partir el pan
Cuando Jesús, la noche antes de morir, instituyó la Eucaristía y dijo: «Haced esto en memoria mía», quiso que recordásemos su muerte y resurrección, y que, a través de este recuerdo, su sacrificio redentor se hiciera presente entre nosotros para comunicarnos toda su eficacia salvadora. Pero, como la muerte y la resurrección del Señor son la síntesis y la culminación de toda su vida y de toda su predicación, hacer memoria de ellos significa recordar de algún modo todo lo que Jesús hizo y dijo. Sobre todo hay que hacer memoria de una serie de acontecimientos y alusiones, que encontramos a lo largo de toda la vida de Jesús, y que preparan y explican la importancia y sentido de esta comida tan especial que es la Eucaristía.
Más aún, Jesús mismo, al instituir la Eucaristía, quiso relacionar, tanto su signo de banquete como su significado profundo, con una serie de acontecimientos y profecías de la Antigua Alianza. De ahí que los escritos del Nuevo Testamento, y la propia liturgia eucarística, utilicen con frecuencia una serie de pasajes del Antiguo Testamento, a los que consideran como figuras de la Eucaristía y también como claves para entenderla: «Aunque Cristo estableció con su sangre la nueva alianza, los libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento y a su vez lo iluminan y lo explican» (Vaticano II, Dei Verbum, 16). Asumiendo estas convicciones, nosotros intentaremos ahora penetrar en la inmensa riqueza de la Eucaristía; primero, desde su prehistoria, es decir, desde aquellas figuras del Antiguo Testamento que la anuncian, y, después, desde algunos hechos y dichos de Jesús que la preparan y explican.
1. LAS FIGURAS DE LA EUCARISTÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
a) La ofrenda de Abel
«Mira con bondad esta ofrenda y acéptala como aceptaste los dones del justo Abel», reza la Plegaria Eucarística I. Se hace aquí referencia a la primera ofrenda, según la Biblia, que un hombre hace a Dios y que Dios acepta. Los dos primeros hermanos, Caín y Abel, ofrecen al Señor algo de lo que tienen; pero el Señor «se fijó en Abel y su ofrenda, más que en Caín y la suya» (Gén 4,4-5). Y esta diferencia será precisamente la causa de la muerte de Abel, asesinado por su hermano. La Carta a los Hebreos comenta así este pasaje: «Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio mejor que el de Caín, por ello fue declarado justo, con la aprobación de Dios a sus ofrendas; por ello, aunque muerto, sigue hablando» (Hb 11,4). Y la misma Carta relacionará después la sangre de Abel con la de Jesús: «...Jesús, el mediador de la nueva alianza, que nos ha rociado con una sangre que habla más elocuentemente que la de Abel» (Hb 12,24). Es evidente que la alusión a Abel en la Eucaristía quiere destacar dos cosas. Primero, que nuestra ofrenda sólo será aceptable a Dios si la hacemos con fe. Y, en segundo lugar, recordando que lo que Abel ofreció en realidad fue su propia vida, tomamos conciencia de que Jesús nos redimió al precio de su propia sangre.
b) El sacrificio de Abrahán
Un día Dios le pidió al primer creyente que, como prueba de su fe y confianza en él, le sacrificara al único hijo que tenía. Abrahán no dudó en ofrecer a Isaac, pero Dios, al comprobar su decisión, no dejó que se consumara el sacrificio y le presentó un cordero, para que lo matara en vez de su hijo (cf. Gén 22). El recuerdo del célebre sacrificio del patriarca planea también sobre la Eucaristía por varias razones. Ante todo, como ejemplo de nuestra fe, es decir, de nuestra entrega total y libre a Dios, uniéndonos a la ofrenda total de Cristo. Pero es que, además, Dios, en el caso de Jesús, llegó al extremo que no quiso permitir a Abrahán: «No perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). Y por eso en la Eucaristía recordamos y celebramos que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16). Y una última sugerencia nos la ofrece también la Carta a los Hebreos al comentar que Abrahán, al ofrecer a Isaac, «pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar muertos y por eso recobró a Isaac como figura del futuro» (Hb 11,19). Así, el sacrificio de Abrahán es también figura de la resurrección de Cristo que celebramos en la Eucaristía.
c) La oblación de Melquisedec
Este misterioso personaje, que es presentado como rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, aparece de forma repentina e inesperada en la vida de Abrahán, ofreciéndole pan y vino, y bendiciendo al patriarca y a Dios por haberle dado la victoria sobre reyes poderosos (cf. Gén 14,18-20). El personaje vuelve a salir en el famoso Salmo «Oráculo del Señor a mi señor», que proclama la dignidad sacerdotal del rey davídico: «Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec» (Sal 110,4). Este Salmo es uno de los más citados en el Nuevo Testamento, incluso por el mismo Jesús (cf. Mt 22,41-46). Sobre todo la Carta a los Hebreos, en una larga exposición (cf. Hb 7-8), aprovecha el paralelismo con Melquisedec para presentar a Jesús como sacerdote único, supremo y eterno porque, como Hijo que es, asegura la relación perfecta con Dios. Y este único sacerdote ha ofrecido de una vez para siempre un único sacrificio, su propio cuerpo y su propia sangre. Por otra parte, toda la tradición cristiana resaltará como profecía el tipo de ofrenda que hizo Melquisedec: el pan y el vino, que son los signos de la Eucaristía.
d) La Pascua
El pueblo de Israel vivía como esclavo en Egipto y Dios decidió liberarlo. Un día les mandó sacrificar un cordero por familia y comerlo, para poder iniciar con fuerzas la gran marcha por el desierto. Les mandó, además, que marcasen sus puertas con la sangre del cordero, para que el ángel del Señor no matara a sus primogénitos, como iba a hacer con los primogénitos de los egipcios. Ese fue, pues, el cordero de la liberación y de la vida (cf. Ex 12). Jesús instituyó la Eucaristía cuando los judíos se disponían a celebrar la Pascua -fiesta anual que recordaba la liberación-, y murió cuando todas las familias judías estaban matando los corderos para la cena pascual. Con eso quiso decirnos que él es el Cordero que, con su muerte, nos da la verdadera libertad y la vida definitiva. Y la Eucaristía es la cena pascual auténtica, el alimento que libera y vivifica.
e) El sacrificio de la alianza
El pueblo de Israel, en su marcha de la libertad, llegó por el desierto al monte Sinaí, y allí Dios les propuso una alianza, un pacto de amistad y de pertenencia mutua. El pueblo aceptó. Y entonces Dios quiso que rubricasen este pacto al modo como se solían sellar los pactos en aquellas culturas antiguas: mezclando la sangre de las dos partes contratantes, aunque fuera de manera simbólica. Moisés mató unos novillos y roció con su sangre el altar (símbolo de Dios) y al pueblo (cf. Ex 24). Jesús, al instituir la Eucaristía, dijo: «Esta es la sangre de la nueva alianza, que será derramada por vosotros». Es decir, con la sangre de Cristo, que recordamos y recibimos en la Eucaristía, se sella el pacto definitivo de amor entre Dios y el hombre.
f) El maná
Durante la peregrinación por el desierto y ante las protestas del pueblo por falta de provisiones, Dios hizo llover del cielo un pan misterioso, al que los israelitas llamaron «maná». Lo tenían que recoger cada día, sin guardar nada para el día siguiente (cf. Ex 16). Jesús, en su discurso eucarístico, dijo: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo. Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo... Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne» (Jn 6,32.51). Con esto quiso decirnos que la Eucaristía es el alimento definitivo que, día a día, nos fortalece en nuestro camino hacia el Padre.
g) El cordero expiatorio
Dios le mandó a Moisés que, una vez al año, en la fiesta solemne de la Expiación, impusiera las manos sobre un macho cabrío, como para descargar sobre él todas las culpas de los israelitas, y que después lo soltara por el desierto. Era un modo de significar que Dios olvidaba y perdonaba las culpas del pueblo (cf. Lv 16,20-22). Jesús dijo: «Esta es mi sangre..., que se derrama por todos para el perdón de los pecados». La muerte de Jesús, cuyo efecto nos llega en la Eucaristía, es la fuente definitiva del perdón.
h) El pan para el camino de Elías
El profeta Elías huía perseguido por Jezabel. Aburrido y asqueado, se echó a la sombra de un árbol, pidió al Señor la muerte y se durmió. Un ángel lo despertó, y por dos veces le invitó a comer un misterioso pan. Comió, bebió del agua que le dio también el ángel, y «con la fuerza de aquel pan caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb», donde vio la gloria de Dios (cf. 1 Re 19,1-8). Nosotros, como Elías, vamos caminando por la vida acosados por las dificultades; nos cansamos y desfallecemos, pero el pan de la Eucaristía nos da fuerza para seguir caminando hasta el encuentro con nuestro Padre.
i) El banquete final de Isaías
El profeta Isaías contempla poéticamente la salvación final como un inmenso banquete, con manjares y bebidas exquisitas, al que serán invitados todos los pueblos, y en el que desaparecerán todas las lágrimas de los hombres (cf. Is 25,6-10). Esta imagen será utilizada por Jesús en sus parábolas para hablarnos de la vida definitiva. Y la Eucaristía es concebida por el mismo Señor como anuncio y anticipo de ese gran banquete final: «Os digo que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, nuevo, en el reino de mi Padre» (Mt 26,29).
2. EL ANUNCIO DE LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE JESÚS
a) Jesús, el verdadero esposo
Juan el Bautista presenta a Jesús como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) y como el verdadero Esposo, a quien pertenece la esposa (cf. Jn 3,27-30). En los primeros días de su vida pública, Jesús, junto con su madre y sus primeros discípulos, asisten a una boda en Caná de Galilea (cf. Jn 2,1-12). La madre de Jesús constata que se ha acabado el vino y se lo dice a Jesús. Éste le responde con una frase misteriosa: «Todavía no ha llegado mi hora». Pero, ante la insistencia de la madre, acaba convirtiendo en vino el agua que llenaba seis tinajas de las que utilizaban los judíos para sus purificaciones. Con este milagro, dice el evangelista, Jesús «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él». Pero toda esta escena está cargada de un profundo sentido simbólico. En realidad es un «signo» que anticipa y anuncia otra boda y, por tanto, otros esposos. Jesús, cuando le llegue «su hora», la de la cruz, será realmente glorificado por el Padre (cf. Jn 17,1), porque será entonces cuando, derramando el vino nuevo de su sangre y entregando el Espíritu (cf. Jn 19,30.34), creará a su Esposa, la Iglesia, sus discípulos, dándoles una nueva madre, una nueva Eva, en la persona de esa «mujer» que ha forzado la anticipación en Caná y estará también presente junto a la cruz (cf. Jn 19,25-27). Y esa boda en la que Jesús recrea y se une esponsalmente a sus discípulos, es la que tiene lugar siempre que comemos su carne y bebemos la verdadera bebida de su sangre.
b) Jesús come con pecadores
Las comidas tenían un sentido sagrado para los judíos, porque expresaban la comunión con Dios y también la comunión con todos aquellos que participaban en la comida. Jesús introduce una gran novedad, ya que, no solamente come con sus amigos, sino que se sienta a la mesa con pecadores, publicanos marginados y gente de mala fama (cf. Mc 2,13-17; Lc 15,1-3; Lc 19,1-10). Los bienpensantes de su tiempo le recriminaron esta conducta: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les contestó que con ello estaba cumpliendo la esencia de su misión: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Y, para corroborarlo, les contó las tres grandes parábolas de la misericordia, la oveja, la moneda y el hijo perdidos y reencontrados (cf. Lc 15), en las que anuncia que nadie queda excluido de la comunión con Dios, porque en el Reino de Dios no hay fronteras para el perdón, para el amor de Dios y la salvación. Todas estas comidas son un signo de reconciliación, que anticipan lo que después sucederá en el banquete eucarístico, en el que Jesús ofrecerá la reconciliación a los pecadores de todos los tiempos.
c) Jesús alimenta a los hambrientos
Jesús realizó dos multiplicaciones milagrosas de panes y peces (cf. Mc 6,34-44; 8,1-10). Las circunstancias de los dos milagros son parecidas. Una gran multitud acude a oír a Jesús, que siente lástima de ellos «porque estaban como ovejas sin pastor». Pero, además, siente también compasión «porque no tienen qué comer», y multiplica los pocos panes y peces que tienen sus discípulos. En las dos escenas, pues, Jesús se presenta como el pastor que realiza a la vez dos misiones: enseñar y alimentar. Y en las dos misiones involucra a sus discípulos, que acaban de tener su primera experiencia de predicación y que tienen que colaborar para que todos puedan comer. Jesús seguirá realizando estas dos misiones a través de sus discípulos en la Eucaristía, que ofrece siempre unidas la mesa de la palabra y la mesa del pan.
Pero las circunstancias de los dos milagros, aunque sean similares, no son idénticas: cambian los destinatarios. En la primera (cf. Mc 6,34-44), Jesús da de comer a judíos, miembros del pueblo de Dios: se realiza en territorio judío, el pueblo está perfectamente organizado y las cestas de las sobras son doce, número representativo del pueblo de Dios. En la segunda (cf. Mc 8,1-10), los destinatarios son paganos: tiene lugar en la Decápolis, fuera de Israel, y las cestas que recogen las sobras son siete, número simbólico de las naciones paganas (cf. Dt 7,1; Hch 6,1-4). La Eucaristía será, a la vez, un sacramento de «iniciación», que culminará el proceso por el que un pagano se hace cristiano, y un sacramento de «crecimiento», que desarrollará y perfeccionará la vida nueva en el ya cristiano.
d) Jesús, pan de vida
Después de la primera multiplicación de los panes, según el Evangelio de san Juan, Jesús pronunció un célebre discurso en la sinagoga de Cafarnaún. En realidad son dos discursos, aunque estén unidos: uno sobre el pan de vida (cf. Jn 6,23-51) y otro sobre el pan eucarístico (cf. Jn 6,52-58).
En el primero, Jesús intenta convencer a los oyentes para que, además de buscar el alimento que sostiene nuestra existencia terrena (el pan material que acaban de comer), aspiren a otro alimento que da el Autor de la vida, el que da la vida eterna. El que da ese alimento es el Padre: «Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo». Y ese pan es Jesús mismo: «Yo soy el pan de vida». Pero este alimento exige ser aceptado de forma personal por la fe: «Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquel que él ha enviado». Una fe, por cierto, que nos es regalada: «Nadie puede aceptarme, si el Padre que me envió no se lo concede». Jesús concluye este primer discurso con esta sentencia solemne: «Os aseguro que el que cree, tiene vida eterna».
En el segundo discurso, ya no se trata de creer, esto era solamente una condición previa necesaria, sino de comer y beber la carne y la sangre del Hijo del hombre. Jesús, ante el asombro de sus oyentes, subraya que no se trata solamente de una expresión simbólica, sino de una verdadera comida, de una comida real: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Además, Jesús explica los efectos que produce este alimento inaudito; son dos. Primero, una compenetración misteriosa, una inmanencia mutua entre Jesús y quien lo come: «El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él». Y el segundo, la inmortalidad: «el que coma de este pan vivirá para siempre».
Nos encontramos ante el texto evangélico que explica con mayor profundidad el misterio de la Eucaristía. Los dones sacramentales del pan y del vino son el medio para lograr la unión personal con Cristo, muerto y resucitado, que es la única manera de conseguir la salvación definitiva. Y esta unión sólo es eficaz y se realiza cuando se cumple la exigencia única y decisiva impuesta al hombre, la fe en el Revelador, enviado por Dios y portador de la salvación.
e) Jesús lava los pies a sus discípulos
Aparentemente, este relato de san Juan (cf. Jn 13,1-20) no dice nada de la Eucaristía. Pero, sucedió «la víspera de la fiesta de la pascua», sabiendo Jesús «que le había llegado la hora de dejar el mundo para ir al Padre», y mientras «estaban cenando». Es decir, en el mismo momento en que, según los demás evangelistas, Jesús instituyó la Eucaristía. ¿Qué llevó al evangelista Juan a sustituir una cosa por otra? ¿No será que nos quiere descubrir el sentido que tiene la misma Eucaristía, de la que ya nos habló largo y tendido en el discurso del pan de vida?
La escena comienza con dos afirmaciones solemnes del evangelista, que nos preparan para presenciar lo que parece que va ser la culminación de la obra de Jesús. Primero nos lo presenta como el Enviado divino en trance de cumplir definitivamente su misión: «Entonces Jesús, sabiendo que el Padre le había entregado todo, y que de Dios había venido y a Dios volvía...». Pero, además, nos muestra el móvil y la actitud fundamental con que cumple esa misión: «Y él, que había amado a los suyos, llevó su amor hasta el extremo». Tras esta preparación, nos cuenta lo que ocurrió: Jesús se pone a lavar los pies a sus discípulos, en un gesto propio de siervos.
Las reacciones que este gesto produce en sus discípulos, sobre todo en Pedro, y las palabras con que Jesús lo aclara, nos descubren un doble mensaje. Primero, que este gesto es algo que sólo Jesús puede hacer porque es algo que simboliza su misión: el servicio supremo prestado a los hombres por el Siervo de Dios, la entrega de su vida para purificarlos. Sin este servicio, los hombres no tendrían parte con él en su propia filiación y en la herencia prometida: «Si no te lavo los pies, no podrás contarte entre los míos». Eso es lo que Pedro no entiende de momento, pero entenderá más tarde, como dice Jesús. Pero, después, el Maestro convierte su actuación en ejemplo que los suyos deben imitar: «Vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros». Es decir, los discípulos se deben servir unos a otros. Los dos mensajes están íntimamente unidos: la misión de Jesús tiene como objetivo crear unos discípulos capaces de amarse unos a otros con una actitud humilde de servicio. Pero esto no sería posible sin el amor de Jesús por ellos, sin su palabra y la entrega de su vida, que les limpia de todo aquello que se opone al amor.
Todos estos mensajes nos descubren el sentido profundo de la Eucaristía. En ella, Jesús realiza plenamente su misión en nosotros amándonos hasta el extremo; porque, al morir por nosotros, nos purifica de nuestros egoísmos, nos asocia a su propia entrega y nos hace capaces de amarnos entre nosotros como él nos ha amado. Por eso la Eucaristía es la fuente y la cima de la vida cristiana, la que nos hace cristianos y la que hace la Iglesia.
f) Jesús resucitado camina con sus discípulos
¡Jesús siguió comiendo con sus discípulos después de la Resurrección! Y estas comidas del Resucitado son precisamente las más cercanas a lo que nosotros celebramos, ya que el Jesús con el que nos encontramos ahora en la Eucaristía es ya el Señor resucitado y glorioso.
La primera de estas comidas tuvo lugar el mismo día de Pascua y tuvo como invitados a dos discípulos que iban camino de Emaús (cf. Lc 24,13-35). Realmente esta escena es como una catequesis del itinerario de nuestra celebración eucarística, en sus diferentes partes.
Dos caminaban juntos, aunque sin entenderse demasiado, iban discutiendo: en la Eucaristía comenzamos esforzándonos por formar comunidad.
Iban «de vuelta», preocupados y afligidos por sus oscuridades y frustraciones. El caminante que se les une les obliga a reconocer esta situación: también nosotros reconocemos nuestras deficiencias en el acto penitencial.
Jesús les sale al encuentro y comienza a caminar con ellos, pero no lo reconocen, porque a Jesús sólo se le puede ver ahora con los ojos de la fe. Para suscitar en ellos esta fe, Jesús les explica todo lo que se refería a él en la Escritura. Y esta explicación es lo que les hace arder el corazón y les prepara para reconocerlo. La Liturgia de la Palabra, en la que nos habla Jesús, nos despierta la fe y nos prepara para reconocerlo.
Los dos discípulos acogen la enseñanza de Jesús y muestran su deseo de continuar con él: con nuestra profesión de fe acogemos su palabra y nos preparamos para encontrarnos con su propia persona.
Jesús se sentó a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Y entonces lo reconocieron, aunque él desapareció de su lado. Las cuatro acciones de Jesús son las que seguimos repitiendo en la Liturgia Eucarística. Y a través de ellas, se produce la presencia real, aunque misteriosa, de Jesús entre nosotros.
Después de esto, los dos discípulos se volvieron corriendo a Jerusalén para contar a los demás lo que les había sucedido. Al final de la Eucaristía somos enviados a dar testimonio del Resucitado.
g) Jesús resucitado acompaña a sus discípulos en su misión
La última aparición del Resucitado que nos cuenta san Juan, en el lago de Tiberíades, nos ofrece una visión maravillosa de la presencia de Jesús en el hoy de la Iglesia. Y en concreto, su primera parte, la pesca milagrosa (cf. Jn 21,1-14), simboliza la misión de la Iglesia y la importancia de la Eucaristía para la evangelización.
Siete discípulos están pescando juntos. Como el número siete es símbolo de totalidad, se quiere subrayar que la faena de la «pesca» es de todos y de todos unidos. En un primer momento, el trabajo resulta inútil: «No lograron pescar nada». Al amanecer, como el día de la Resurrección, Jesús se presenta, no en la barca, sino en tierra firme, aunque cerca. Desde una nueva situación, desde la gloria del Padre, no abandona a sus discípulos, les sigue de cerca en sus avatares y dificultades, aunque no se mezcla directamente en su trabajo. Los discípulos no lo reconocen, porque están viviendo en la oscuridad de la fe.
Jesús manda echar la red, manda que la Iglesia evangelice, contra todas las dificultades y cálculos pesimistas. Y los discípulos, a pesar de no haberlo reconocido, le hacen caso, echan la red. Y, por haber secundado la iniciativa de Jesús, consiguen una pesca espléndida. La red se llena a rebosar, pero no se rompe: la Iglesia tiene capacidad para recibir en su seno a todos los hombres, por muy distinta que sea su mentalidad y cultura. Y, ante el milagro, reconocen a Jesús, ¡sólo él podía hacer esto! Acercan la barca con la red llena a la orilla, que estaba cerca: no era mucha la distancia que les separaba de la tierra prometida donde se encuentra el Resucitado.
«Al saltar a tierra vieron unas brasas, con peces colocados sobre ellas, y pan». Jesús mismo les ha preparado esta comida. Pero les pide a los discípulos una aportación: «Traed ahora algunos de los peces que habéis pescado». Esta aportación viene del fruto de la «pesca». «Jesús se acercó, tomó el pan en sus manos y se lo repartió; y lo mismo hizo con los peces». Jesús les sirve la comida, como había hecho tantas veces, y, sobre todo, la noche antes de su muerte.
La Eucaristía se celebra en la frontera entre este mundo y el venidero, es comida terrena que prepara y anuncia el banquete final en la tierra prometida. Es puro don del Resucitado, pero exige la aportación de los invitados, una aportación que supone la participación en la misión de Jesús. La Eucaristía es, a la vez, punto de llegada de la tarea evangelizadora y fuente de donde emana toda su vitalidad.
PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN
Seguimos profundizando en nuestra relación personal con Dios. Las escenas bíblicas que recordamos en este tema destacan, ante todo, la necesidad de la fe. A Dios no lo vemos con nuestros ojos ni lo oímos con nuestros oídos naturales. Y, sin embargo, Abel, Abrahán, Moisés... parece que lo vieron y oyeron de alguna manera. Recibieron como «unos nuevos ojos» y «una nueva capacidad de escuchar» que les hizo caer en la cuentan de que, más allá de todo lo que veían y oían, había Alguien fundamental, del que depende todo; y que ese Alguien les hablaba. ¡Lo mismo nos ocurre a nosotros! La fe son esos ojos y oídos misteriosos, que no sabemos como aparecen en nosotros porque nos son regalados desde fuera; son como un milagro, que no acabamos nunca de comprender. Pero lo que sí experimentamos es que, a través de esas nuevas capacidades de conocer, Alguien nos está llamando, ofreciendo amistad y pidiendo amistad. Por eso creer es entregarse totalmente a esa amistad, hacer de ella el absoluto de nuestra vida. Y, al vivir esa nueva amistad, todo cambia en nuestra existencia: parece que entramos en una nueva dimensión, en una vida distinta, de una plenitud insospechada. Es como si ese Alguien nos hubiera echo salir de nuestra vida anterior y nos hubiera transportado a otra, a nuevas perspectivas, nuevas posibilidades, nuevas esperanzas. ¿Quién es ese Alguien? No conocemos su nombre. Pero una cosa es clara: tiene mucho interés en presentarse, en demostrarse, como el Amigo, el bienhechor, el cuidador, el pastor, el Padre, y nos invita a arrojarnos en sus brazos, a confiar totalmente en él. Por eso creer es, en definitiva, fiarnos de Él, confiar totalmente en su indecible bondad. Así lo hizo Abrahán y así lo hacemos nosotros, que nos confesamos hijos suyos.
Te propongo que en tu oración personal durante este mes, te maravilles de tu fe, le des gracias a Dios por ella, y le pidas que te la aumente. Sí, porque la fe es un don gratuito de Dios, el don por excelencia, ya que es el que nos abre la puerta a todos los otros dones. Háblale a Dios de tus dudas, sin asustarte por ellas, porque son las que nos hacen caer en la cuenta de que la fe no la producimos nosotros. Y, sobre todo, no olvides que la fe no es «saber» sino «entregarse». Renueva, pues, esa alianza de amor que es a lo que conduce: «Haz de mí lo que quieras».
¿No crees que esa nueva relación que establece la fe ilumina también el tipo de relación con tu pareja? De hecho es curioso que se aplique a tu matrimonio la misma palabra que sirve para designar la relación creyente con Dios: alianza de amor. Por eso, en vuestro diálogo conyugal podíais comentar: ¿Cómo nos vemos el uno al otro? ¿Simplemente como un macho y una hembra, o como algo más? ¿Hemos sido capaces de descubrir que, en el otro, Dios nos está llamando a vivir su amistad? ¿Nos fiamos el uno del otro, o tenemos reservas por si acaso? ¿Confías plenamente en mí? ¿Qué no estamos dispuestos a darnos? ¿Compartimos nuestra fe? Y podíais acabar recitando juntos el Credo, como diciéndole a Dios: creemos en pareja, somos una pareja creyente.
La celebración eucarística es el «misterio de la fe», es decir, el momento en que la fe se ejerce de forma única, y cuando la fe vive su secreto más profundo, la amistad con Dios, la alianza. Os propongo, pues, que durante este mes vuestras Eucaristías sean verdaderas celebraciones de la fe. Y, para ello:
1.º Al principio de la Misa, pedidle perdón a Dios por no haber cuidado suficientemente vuestra fe ni haber sido coherentes con ella.
2.º Profesad conscientemente vuestra fe en el Credo y en el momento de la consagración.
3.º Durante la Plegaria eucarística, dadle gracias a Dios por vuestra fe.
4.º En la comunión, ofrecedle a Jesús toda vuestra vida.
PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO
Diálogo sobre el tema
Hemos visto cómo la Eucaristía se ha ido preparando en toda la historia de la salvación, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Y todas las escenas que hemos evocado nos descubrían algunos de los aspectos de esa culminación que es el banquete de la nueva alianza. Ayudémonos ahora a captar todos esos mensajes:
1.ª ¿Qué elementos de la Eucaristía nos descubren con claridad las figuras del Antiguo Testamento?
2.ª A la luz de las escenas evangélicas que hemos comentado, ¿qué es para nosotros Jesús?
3.ª ¿Cómo se reflejan esas características de Jesús en la celebración eucarística?
Palabra de Dios para la oración en común
Lectura de la Carta a los Hebreos (11,1-4. 8. 17. 27-28. 39-40; 12,1-2).
«La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve. Por ella obtuvieron nuestros antepasados la aprobación de Dios. La fe es la que nos hace comprender que el mundo ha sido formado por la palabra de Dios, de modo que lo visible proviene de lo invisible.
Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más perfecto que el de Caín; ella lo acreditó como justo, atestiguando Dios mismo a favor de sus ofrendas, y por ella, aun muerto, habla todavía. Por la fe Abrahán, obediente a la llamada divina, salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, sometido a prueba, estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac; y era a su hijo único a quien inmolaba. Por la fe Moisés abandonó Egipto, celebró la Pascua y roció con sangre las casas hebreas.
Y sin embargo, todos ellos, tan acreditados por su fe, no alcanzaron la promesa, porque Dios, con una providencia más misericordiosa para con nosotros, no quiso que llegasen sin nosotros a la perfección final. Por tanto, también nosotros, ya que estamos rodeados de tal nube de testigos de la fe, liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asedia, y corramos con constancia en la carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de nuestra fe, el cual, animado por el gozo que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios».
jueves, 29 de abril de 2010
AÑO EUCARISTICO ARQUIDIOCESANO
LA EUCARISTÍA EN EL MARCO PASTORAL
El Año Eucarístico Arquidiocesano es una gracia especial, un don para la Iglesia y para todos los hombres y mujeres de nuestra provincia. Gracia que no se puede dejar pasar sin empaparnos de la salvación que se nos ofrece en la Eucaristía.
La riqueza espiritual que brota de la Eucaristía, es una invitación a repensar y recrear pastoralmente nuestro ideal de Iglesia que proyectamos: Iglesia viva, fraterna, servidora y misionera. Todos estos aspectos tocan el fondo de nuestras propias vidas y responden sin ambigüedades a las aspiraciones humanas de libertad, de justicia, de verdad, de amor y de paz.
Cuando el Señor nos invita a mirar la realidad desafiante de nuestro pueblo, nos dice: “Denles ustedes de comer” (Mc. 6,37) y urge a despertar nuestra responsabilidad en el quehacer cotidiano y en el compartir con todos esta extraordinaria misión.
A lo largo del camino pastoral de nuestras comunidades, hemos desentrañado las exigencias profundas que enseña la “Eucaristía”; desde ella se palpa el hambre de vida, de justicia, de esperanza y de paz que tiene el hombre de hoy, aunque él mismo, a veces, lo ignore.
Esta realidad campea por todo nuestro Tucumán: “El hombre tiene hambre de Dios y hambre de pan” (Juan Pablo II). Es una constatación actual y vigente en nuestro país, que hiere el corazón y que interpela la conciencia cristiana.
“Denles ustedes de comer”: así como Jesús se dirigió a los apóstoles, con la misma fuerza y vigor nos dice a nosotros sus discípulos. Él es quien llama y convoca a esta Iglesia de Tucumán a saciar el hambre de tantas vidas marcadas por el individualismo, la pobreza, la exclusión, la desorientación, y las marginaciones sociales antiguas y modernas. Hay aún entre nosotros, muchísimos hermanos y hermanas que no han recibido el pan de vida.
•Hay hambre de la Palabra.
•Hambre del Cuerpo y la Sangre del Señor
•Hambre de dignidad, libertad, respeto, justicia, trabajo, salud, educación. Hambre que no se sacia con gestos pasajeros u ocasionales, ni con enfrentamiento entre hermanos. En una palabra, hambre de dignidad humana y dignidad de hijos de Dios.
Hambre de la Palabra, la de Jesús que marca el camino, que da seguridad, valentía y esperanza; Palabra que no defrauda en medio de tantas palabras vacías, llenas de mentiras, de ilusiones que confunden, desorientan y originan crisis de valores, eliminando los principios básicos de la moral y la ética. “¿Señor, a quién iremos? ¡Sólo tú tienes palabras de vida eterna!” (Jn. 6,68).Y nuestros hermanos hoy necesitan esa Palabra de Jesús, pronunciada por cada cristiano y hecha vida en concretos gestos evangélicos.
Hambre del Cuerpo y la Sangre del Señor. Hoy más que nunca la Iglesia debe pedir al Señor con insistencia: “Danos siempre de ese pan” (Jn. 6,34). Nuestra Fe en la Eucaristía no debe ceder ante el desconcierto de ciertos ritualismos vacíos, de individualismos e intimismos que privan nuestra vida y compromiso de la fuerza que brota de esta fuente de vida eterna. El Señor de la Eucaristía nos vuelve a decir: “El que venga a mí no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá nunca sed” (Jn. 6,35).
Hambre de pan: sí, en nuestra sociedad, el hambre ha aumentado. La falacia de un modelo globalizante ha agudizado la pobreza en los sectores más vulnerables y ha alcanzado a otros grupos sociales. Las consecuencias son los graves conflictos, la violencia, los enfrentamientos, la inseguridad ciudadana y la corrupción que irrumpe en lo privado y en lo público. Se han debilitado las organizaciones intermedias y se apunta a la destrucción de la familia como Santuario de la vida. Hoy nuestro Tucumán está con hambre de justicia social, de educación seria, de trabajo estable, de compromiso ciudadano. Y el Señor hoy nos dice “Denles ustedes de comer”.
1. La Eucaristía nos hace casa y escuela de comuniónAnte la dispersión generalizada, Dios, a través del profeta Isaías, nos invita a reconstruir la esperanza en bien de todos los pueblos: “Llegará el tiempo de congregar a todos los pueblos y lenguas; vendrán y contemplaran mi gloria” (Is 66,18).
Jesús hace lo mismo con nosotros, nos llama, nos convoca a volver al Cenáculo, nos pide sentarnos a la mesa con Él y los doce, quiere compartir con nosotros su vida, su amor, la entrega de su vida por amor hasta la muerte y resurrección y hacer a todos discípulos y comensales de su Reino.
Nos convoca a:
•vivir la reconciliación con Dios y los hermanos, VER nuestra vida,
•a escuchar su Palabra que ilumina nuestra realidad, JUZGAR desde le Evangelio,
•para vivir la comunión con Él y con los hermanos
•y así trabajar en la construcción del nuevo Pueblo de Dios, MISIÓN‑ACTUAR
La unidad que el Señor pide es algo vital. Es unión con Él y en Él con los hermanos. La relación entre las ramas y el tronco es signo de la comunión de los creyentes con Cristo, relación de amor, relación eucarística y comprometedora.
Permanecer en Jesús exige una relación personal, íntima y existencial, como las ramas deben permanecer unidas al tronco si quieren tener vida. Sólo así se es discípulo misionero, sólo así se dan frutos de vida, ante tantos signos de muerte.
Así nos vamos haciendo Iglesia, una Iglesia viva, Cuerpo místico de Cristo, que da testimonio de unidad y amor “para que el mundo crea” (Jn 17,21), que se hace visible, palpable, concreta en los vínculos que nos unen a todos los miembros del Pueblo de Dios.
“La espiritualidad de comunión nos permite valorarnos unos a otros de corazón y apreciar la riqueza de unidad en la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios”. [1]
Si estamos convocados a la unidad, no podemos pensar que comulgamos con el Señor si no comulgamos con los hermanos. Este es un misterio sublime que brota de la Eucaristía, porque “La Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía”[2].
La Eucaristía hace que la Iglesia alimente y haga crecer la Fraternidad.
La finalidad de la Eucaristía es precisamente “la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo”. Ciertamente “no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía”[3].
Convocados en comunión:
•Entramos en comunión con el Señor y los hermanos por medio de la Palabra y el Cuerpo de Jesús.
•Para ser instrumentos de comunión, promotores de Comunión, vínculo de Comunión fraterna en la sociedad fragmentada de hoy.
La fuerza que brota de la Eucaristía nos invita a:
•acercarnos al hermano que está lejos, que no aceptamos o estamos peleados,
•salir a buscar al hermano que necesita una mano amiga que lo levante de su postración,
•ofrecerle el pan del consuelo, la esperanza y la dignidad
•comprometernos en las estructuras de la sociedad para transformarla desde dentro con la fuerza del Evangelio, como misioneros y testigos valientes del Reino de Dios.
2. La Eucaristía nos hace Iglesia solidaria
Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos presente, en el tiempo, el gesto solidario más grande de la historia: Jesús entrega su vida por nosotros para salvarnos y devolvernos a las manos del Padre misericordioso que nos creó para la felicidad y que acostumbramos desestimar cuando pecamos.
La Eucaristía es la fuente y el corazón de la Iglesia, porque en ella está Cristo mismo, pan de vida, que nos hace fuertes para vivir el Evangelio. Perfecciona nuestra incorporación al Pueblo de Dios y nuestra pertenencia al Señor, al unirnos íntimamente a Él y congregarnos como hermanos en una misma mesa.
Nada se puede pensar ni hacer en la Iglesia sino en relación a este sublime misterio donde se renueva nuestra redención.
•Allí Jesús nos nutre y nos fortalece para el esfuerzo cotidiano.
•Allí participamos del pan partido que se distribuye entre los hombres, como lo fueron en figura aquellos panes que Cristo multiplicó en el desierto, al dar de comer a una multitud en un gesto de amor y de solidaridad con los demás.
La Eucaristía es el sacramento del amor, y el amor es lo más profundo del ser. Del amor brota la bondad, la honradez y toda virtud. Por eso es el corazón de la vida cristiana. El mismo Dios, que vino a compartir la suerte de la humanidad haciéndose hombre y dándonos su vida, se auto revela como amor y nos convoca a imitarlo, amando a los demás y solidarizándonos con ellos.
Sin solidaridad no podríamos ser Iglesia, porque ella se construye con los carismas y los dones conferidos a cada cristiano, cuya unidad proviene del Espíritu que los dona, y cuya diversidad hace posible que todo el mundo pueda ser evangelizado hasta llegar a la unidad de la fe y al conocimiento más perfecto de Jesucristo.
Jesucristo, en la parábola del buen samaritano, nos enseña qué es la solidaridad.
Los Papas la han llamado: “amistad”, “caridad social” o “civilización del amor”, es la expresión misma de la vida de la Iglesia, un compromiso firme y perseverante por el bien de todos, una virtud cristiana, atenta a las necesidades del prójimo, que nos invita a mirarlo como a imagen viva de Dios.
Solidaridad es lo contrario de egoísmo. Es la determinación firme y perseverante de empeñarse por las necesidades de los hermanos; conjunción de esfuerzos para hacer el bien. El ser humano tiene necesidad de integración, busca asociarse con sus semejantes y demanda de los demás el complemento requerido para cualquiera de sus carencias. Con esta virtud, que debe ser cultivada y practicada mediante toda clase de asistencia y de colaboración fraterna se concreta en lo temporal el mandato de amor al prójimo que Jesucristo nos pide en su evangelio.
En nuestro entorno, turbado hoy por tantos conflictos y empobrecido por la falta de oportunidades, los hechos solidarios se hacen imprescindibles para asistir a los más carecientes y para que nos animemos a restaurar juntos la comunidad, hasta alcanzar un país nuevo, más justo y más cuidadoso de la dignidad de todos sus habitantes. Tenemos, en Dios Creador, un mismo origen y un mismo destino y Cristo nos señala repetidamente que todos somos hermanos.
En la parábola del buen samaritano, Jesús nos pregunta si sabemos quién es nuestro prójimo.
Suele ser fácil para cualquiera mostrar amor fraterno a los que constituyen su entorno: los familiares, amigos más cercanos, alguno que otro necesitado o enfermo a quien se acostumbra ayudar.
Jesús nos propone una solidaridad sin límites para descubrir al hermano que en cada momento de la vida necesita nuestra especial atención. Aquel hombre cualquiera de la parábola, caído a la vera del camino y cuántos están hoy así en nuestro Tucumán. Es el hombre que Dios nos pone delante, el hombre desconocido, el extranjero de un pueblo hostil, ese es nuestro prójimo, porque todos somos hermanos.
La Eucaristía nos da fuerza para sentir como prójimos a todos los demás y nos solidariza con ellos en la mesa que nos reúne. Pablo nos dice en la primera carta a los Corintios. “...juzguen ustedes mismos lo que voy a decirles. La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan”.
Para formar la Iglesia estamos unidos con Cristo Cabeza. Pero esa participación eclesial perfecciona la Eucaristía, esa comunión de hermanos, no puede realizarse sin la respuesta ética de compartir con los otros dones espirituales y los bienes de la tierra.
Cuando nos acercamos a recibir al Señor en la comunión eucarística, buscamos inundarnos de caridad, que es amor de Dios. Esta es la suprema perfección del ser humano, porque su meta es el encuentro con Él. Pero Dios no puede ser amado si no amamos al prójimo. Juan nos enseña que: “El que dice amo a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?”
Ante la realidad de un mundo desigual e injusto que excluye de si a una enorme porción de la humanidad, la comunión del amor con el Señor se nos vuelve compromiso de solidaridad, individual y cotidiana, y también social y política.
Vivir la fraternidad que Cristo nos propone al hacernos hijos de Dios en el bautismo, es una exigencia fundamental del ser cristiano. Para hacerla posible, la Eucaristía nos da fortaleza y “nos transforma en el alma que sostiene al mundo” porque “de ese Sacramento brota la caridad y la solidaridad”, ya que su fin es llevarnos a la unión con Dios y a la comunión con todos los hombres.
Jesús esta presente allí para ser alimento de nuestra espiritualidad y fortalecer con su gracia el empeño por el amor, que la pobreza de nuestras fuerza no nos permite alcanzar.
3. La Eucaristía nos envía, nos hace Iglesia misioneraLa vivencia maravillosa del encuentro con Cristo Vivo en la Eucaristía podría llevarnos a una conclusión no del todo correcta: quedarnos aquí y hacer nuestras carpas lejos de las realidades convulsionadas ¡Qué bien estamos aquí!.
Fue la tentación de los apóstoles en el Tabor. Aquí no hay otra salida “sino bajar al llano”. Así lo quiere el Señor: “bajar al llano” de nuestra vida y de la vida de nuestra provincia. La Eucaristía se convierte en mensaje para nuestros hogares, campos, lugares de trabajo, en nuestras escuelas y oficinas. Allí se parte y se comparte el Pan de Vida porque los que tienen hambre y sed de justicia no pueden esperar indefinidamente.
Hay que “bajar al llano”, allí están las muchedumbres que quieren conocer al Señor y encontrar en Él la paz que un mundo hostil no les puede dar. Así podría escribirse nuestra historia como espacio que eleve a las personas sin seguir creando vergonzantes mendicidades.
El salmista nos dice “vean qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos” (Salmo 133,1).
Esta unidad es el primer servicio al Reino, que es la misión de la Iglesia.
La misión encuentra en la Eucaristía su fuente de vitalidad.
Eucaristía y misión forman un binomio inseparable.
•Sin la Eucaristía la misión se multiplica en activismo estéril.
•Sin la “misión” la Eucaristía se reduce a mero intimismo.
Cada Santa Misa termina con el envío: “pueden ir en paz”. Es un trabajo que se nos da.
“Quien encuentra a Cristo en la Eucaristía no puede no proclamar con la vida el amor misericordioso del Redentor”[4].
El encuentro con Cristo es transformante. Es imposible comer su Cuerpo y beber su Sangre y quedar indiferentes, insensibles; si recibimos su Vida no es para dilapidarla en cosas superfluas o esconderla por cobardía frente a los crecientes signos de muerte.
“Pueden ir en paz” no es una despedida que adormece la conciencia, es contar al mundo que hemos estado con el Señor de nuestras vidas.
Es una misión que destierra la esquizofrenia de la separación entre la fe y la vida, entre la fe y la ética, entre la fe y la ciencia. He aquí una misión que nos desinstala.
Es en el “llano” que se pueden construir espacios de libertad personal y social.
Con obras y palabras anunciaremos “lo que hemos oído, lo que han visto nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos” (1 Jn. 1,14).
Hoy la gente espera que esta realidad se repita, espera que alguien anuncie un Dios capaz de saciar el hambre de su pueblo, no sólo hambre física sino hambre de verdad y de auténtica libertad.
Discípulos misioneros en Tucumán – icono multiplicación de los panes (Mc.6)
La “multiplicación de los panes” es un hecho que sigue teniendo grandes consecuencias para el pueblo y para la Iglesia y para las multitudes en esta etapa de la historia.
“Los doce” que vuelven de una experiencia misionera, están ansiosos para dar a conocer a Jesús sus logros y dificultades. Hablan de los signos del Reino, de la victoria del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte. Compartamos estos años de planificación pastoral y evaluemos lo realizado.
En este camino pastoral “hemos estado con Jesús”, le contamos nuestras preocupaciones y sufrimientos. En la Eucaristía, Jesús nos vuelve a decir “vengan a mí todos los que se sienten cansados y agobiados porque Yo los aliviaré” (Mt 11,28) y hemos gustado en comunidad el pan de los hijos.
Jesús ha estado con nosotros al igual que con los discípulos, pero sus oídos atentos escucharon el clamor de una multitud que lo buscaba. Él siente compasión de la gente (ver Mc 6,34) renuncia al “descanso” y le brinda su palabra y carga sobre sí sus problemas y sufrimientos.
El Maestro nos da el ejemplo. El estar con Él no puede alejarnos de las situaciones históricas de los desamparados y al igual que Él, nos corresponde ser solidarios con sus justas aspiraciones.
Solidaridad profunda, no frases hechas que diluyen los compromisos. Cuando los discípulos perciben la situación de la muchedumbre: la falta de espacio para descansar, ya anochece y no hay comida para tanta gente, le sugieren a Jesús la solución más fácil: “despide a la gente”.
“Despide a la gente” es hoy una postura que la toman los grandes por miedo a perder posiciones, los pequeños que sueñan con respuestas inmediatistas, y aún algunos creyentes que no acaban de entender al Dios de la vida para todos.
“Despide a la gente” es para muchos hoy privar de la vida, es asfixiar a pueblos enteros con imposiciones esclavizantes, es aferrarse a los sistemas de corrupción o lo es también depredar la misma creación sólo para asegurar tesoros al servicio de lucros egoístas.
Jesús no subestima el problema y no se deja llevar por la facilidad. Su respuesta es contundente, es una orden: “denles ustedes de comer”.
Nosotros, discípulos, no podemos desentendernos de la gente; hay que encontrar respuestas a sus necesidades; organizando, planificando, sirviendo y entregando para compartir lo poco que hay.
Después del prodigio de la multiplicación de los panes todos saben que es urgente compartir lo que se ha recibido. A eso apunta la misión.
“Pan y peces” es la comida para todos, compartida entre todos, sin exclusiones. Eso es practicar la Palabra y compartir el Pan de Vida.
La mesa del Señor en la Eucaristía no es una mesa cerrada para elegidos y puros; está abierta a quienes desean beneficiarse con la salvación “don que la Eucaristía hace presente sacramentalmente a lo largo de la historia: “hagan esto en memoria mía”.
La Iglesia debe hacerse presente en los lugares donde nadie quiere ir, debe estar en el corazón del dolor y de los conflictos. Todo esto y mucho más involucran el “navega mar adentro”, el “cruzar a la otra orilla”.
El valor para la misión nos viene del banquete pascual. “La Eucaristía es el consuelo y la prueba de la victoria definitiva para quien lucha contra el mal y el pecado, es el “Pan de Vida”que sostiene a cuantos se hacen “pan partido” para los hermanos, pagando a veces incluso con el martirio.
Martirio es palabra que nos impacta y escandaliza, sin embargo sabemos que es el precio que se tiene que pagar si queremos ser fieles a la misión que el Señor nos ha encomendado: la Evangelización.
Esta querida Iglesia que peregrina en Tucumán, en este Año Eucarístico, se encuentra ante el desafío de evangelizar, de trasformar la cultura con la fuerza del Evangelio en camino al Bicentenario de la patria tan bendecida y tan necesitada de Dios.
La Eucaristía nos congrega como Iglesia, casa abierta y misionera, que se proyecta hacia afuera, movida por el Espíritu del Resucitado, fuerza que lanza a la misión, porque: “Para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles "expertos" en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía”. Y sobre todo resuenan con nuevo ímpetu las palabras de Pablo: “¡Ay de mi si no evangelizara!” (1 Cor, 9,16).
El camino evangelizador que nos proponemos es el testimonio viviente de la comunión, es el esfuerzo y el camino comunitario que debemos emprender como Pueblo de Dios para responder a las urgencias de la evangelización en la nueva etapa pastoral, en el camino “hacia el Bicentenario en Justicia y Solidaridad”.
4. María, mujer eucarística
Deseamos aprender de ella el mensaje eucarístico. María, siempre y con seguridad, exige que su pueblo devoto logre un encuentro eficaz y transformador con Jesucristo. Su intervención oportuna, en las bodas de Caná, señala la presencia silenciosa de Jesús. Su súplica, casi un susurro, descubre a su Hijo la posibilidad de socorrer a una familia en apuros. Da órdenes, dispone el adelanto de la hora de Cristo e indica el método para llegar a su corazón: “Hagan todo lo que él les diga”.
María, Mujer Eucarística, se identifica con el Misterio de Cristo y de la Iglesia. Ella anticipa la Eucaristía de su Hijo y de la Iglesia. Existe una identidad eucarística compuesta de obediencia al Padre, de cruz y de incondicional donación de amor.
María aprende a obedecer al Padre cuando, por intermedio del Ángel, le es ofrecida la misión de ser la Madre de Dios. María interviene en la vida diaria del pueblo proponiendo a Jesús, presente en la Eucaristía, como respuesta divina a la indigencia y a la desesperación.
La Acción de Gracias que Cristo realiza en la Eucaristía, no se puede reducir a un sentimiento de gratitud. Es una actitud esencial de obediencia al Padre que incluye la Redención por el exclusivo y misterioso camino de la muerte en cruz.
Ella es el modelo perfecto de nuestra participación en la Eucaristía. Su docilidad al Don de Dios, mediante un corazón puro y pobre, es la condición indispensable para hacer fructífera nuestra comunión con el Cuerpo y Sangre de Jesucristo. San Pablo lo expresa con términos fuertes y expresivos: “Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación”.
María resiste cualquier examen, su docilidad y pobreza son perfectas, únicamente inferiores a las de su Hijo divino. En la historia, como tiempo de su universal intercesión, se empeña en atraer a los hombres a Jesucristo, presente en la Iglesia y en la Eucaristía.
Los peregrinos a sus Santuarios intentan llegar a la reconciliación y a la Comunión; sufren cuando se hallan distanciados de esos sacramentos por dificultades momentáneamente insalvables. María sigue atrayéndolos, mantiene y acrecienta el deseo de Jesús; realiza una intensa tarea de transformación hasta el logro del ideal propuesto.
La Virgen garantiza nuestro devoto encuentro con Jesucristo Sacramentado. En ella depositamos el esfuerzo de nuestra peregrinación y de su maternidad virginal recibimos a su Hijo y Salvador, reconciliador y autor exclusivo de nuestra auténtica fraternidad. Ciertamente no podemos pensar a Cristo y a su Iglesia sin María. Escapa a todo proyecto humano el modo elegido por Dios para librarnos del pecado y hacernos sus hijos. Así lo ha creído la Iglesia durante su extensa y trabajosa historia de fidelidad. Ella cuida la pureza de nuestros corazones, recuperada por la penitencia, y orienta nuestro compromiso histórico para hacer de Tucumán un pueblo fraterno y justo, solidario y respetable, austero y definitivamente fiel a sus nobles y cristianas tradiciones.
Acudamos a Ella, en su advocación de Nuestra Señora de la Merced. Que como madre y hermana, nos conduzca a la mesa de su hijo Jesús.
Este extraordinario fervor debe extenderse a todo el año eucarístico que celebramos y durante toda nuestra vida.
Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con Él.
Así como María, primera misionera, acompañó a Jesús y a los apóstoles, acompañe hoy a nuestra Iglesia en Tucumán en la Misión que Cristo le encomienda.
En este Año Eucarístico, año de evaluación y de planificación, año de acción de gracias y de impulso misionero hacia el bicentenario de la patria, pongámonos confiadamente en sus manos de Madre.
jueves, 22 de abril de 2010
AÑO EUCARISTICO ARQUIDIOCESANO
Carta Pastoral: “CRUCEMOS A LA OTRA ORILLA” Mc. 4,35)
de Monseñor Luis H. Villalba
Arzobispo de Tucumán
Introducción
1. UN CAMINAR JUNTOS DESDE EL 2004 HASTA EL 2016
En el proceso de nuestro Plan Arquidiocesano de Pastoral hemos terminado una etapa, que ha durado seis años. Queremos, ahora, dedicar este año a revisar el camino recorrido y a planificar la próxima etapa para el sexenio 2010-2016.
La pastoral es un proceso que tiene fases, etapas; tiene un desarrollo. La evangelización es una realidad que se va dando progresivamente. Entonces lo que queremos es iniciar una nueva etapa de nuestro Plan Arquidiocesano de Pastoral, sabiendo que su contenido permanece vigente .
El trabajo que realizaremos en 2010 se inscribe en el contexto espiritual del Año Eucarístico. Ambos acontecimientos están estrechamente vinculados. Este año eucarístico debe proporcionarnos un movimiento espiritual de renovación espiritual y pastoral.
La Eucaristía nos permitirá vivir una fuerte experiencia de comunión eclesial en la oración, en la convivencia fraterna, en el diálogo y en la comunión de todo lo que somos y tenemos, para contribuir a que nuestro Iglesia en Tucumán tome resueltamente el camino misionero de la evangelización, respondiendo, siempre contando con la gracia de Dios, a las necesidades pastorales en las presentes circunstancias de nuestro pueblo.
La misión nace de la Eucaristía.
Al romper Jesús el Pan en aquel atardecer de la primera Pascua, los discípulos de Emaús abrieron el corazón, lo reconocieron y retornaron llenos de alegría a Jerusalén.
En la Pascua de Cristo, celebrada y revivida en la Eucaristía, está toda la fuerza que atrae al mundo. La Eucaristía es la que plasma toda comunidad cristiana.
La Eucaristía es la fuerza para la misión.
A la Eucaristía llegan los hombres que fueron alcanzados por la misión.
2. EL RELATO DE LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS ES NUESTRO PARADIGMA
Hemos articulado nuestro Plan Arquidiocesano de Pastoral siguiendo el relato de los discípulos de Emaús (ver Lc. 24,13-35). Los discípulos de Emaús reconocen al Señor al partir el Pan. En ese momento se abrieron sus ojos y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (25,32). Entonces regresan corriendo a Jerusalén para anunciar que Jesús ha resucitado y está vivo.
En el acontecimiento de Emaús veo un icono del camino que nuestra Iglesia ha recorrido y debe recorrer todavía.
El compromiso misionero de nuestra iglesia diocesana nace de este encuentro con el Señor: de la escucha de su Palabra, de la oración y de la Eucaristía.
Por eso el año Eucarístico debe ser el clima espiritual para realizar nuestro trabajo. De la dimensión contemplativa, del silencio delante del Santísimo, debe surgir la fuerza interior que nos lance a la misión. El encuentro con el Señor en la Palabra y en la Eucaristía será lo que nos lleve a ser testigos del Resucitado ante todos los hombres, ante todos los pueblos.
Ahora estamos en el momento de actualizar nuestro Plan Arquidiocesano de Pastoral.
Recordemos el objetivo de nuestro Plan Arquidiocesano de Pastoral:
Que todas las comunidades y todos sus componentes se
integren en una GRAN MISIÓN ARQUIDIOCESANA
para impulsar la NUEVA EVANGELIZACIÓN
Ahora perseguimos idéntico objetivo: alentar y sostener una orgánica y vigorosa evangelización misionera.
3. UN CAMINO INSPIRADO POR EL GRAN PAPA JUAN PABLO II
Venimos recorriendo un camino pastoral que se inspira en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte. En ella Papa Juan Pablo II exhorta “ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal” (nº 4).
También nos convoca a esta tarea el Episcopado Argentino al proponernos, en Navega Mar Adentro, orientar “una nueva etapa en la evangelización de la Argentina mediante una acción pastoral más orgánica, renovada y eficaz, procurando que todo miembro del pueblo de Dios, toda comunidad cristiana, todo decanato, parroquia asociación o movimiento, se inserten activamente en la pastoral orgánica de cada Diócesis” (nº 2).
La Providencia de Dios quiso que este camino que venimos haciendo como Iglesia de Tucumán sea confirmado por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que tuvo lugar en el 2007 en Aparecida, Brasil.
En el Documento de Aparecida nos encontramos totalmente identificados y confirmados en nuestro camino pastoral. Veámoslo concretamente:
Nos reunimos en Aparecida... como pastores que queremos seguir impulsando la acción evangelizadora de la Iglesia” (nº 1).
“Hoy, toda la Iglesia de América Latina y El Caribe quiere ponerse en estado de misión” (nº 213).
“Esta firme decisión misionera debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquier institución de la Iglesia” (nº 365).
Vemos así que Aparecida nos convoca a una Misión que “debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquier institución de la Iglesia” (nº 365). Esta Misión, como nos pide el Papa Benedicto XVI, debe convocar a todos los miembros de la Iglesia: “sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos” (nº 550).
Podemos decir que hay un espíritu y un lenguaje común en Navega Mar Adentro y en el Documento de Aparecida que coincide, en lo fundamental, con nuestro Plan Arquidiocesano de Pastoral. Es que estos textos: uno a nivel continental, otro a nivel nacional y el nuestro, a nivel diocesano, se ubican dentro de un mismo clima eclesial y pastoral y tienen como fuente el documento Novo Millennio Ineunte, del Papa Juan Pablo II.
4. DESTINATARIOS DE ESTA CARTA
Los agentes de pastoral son los primeros destinatarios de esta Carta pastoral.
Es un instrumento para la reflexión y el diálogo y un medio para tomar conciencia y asumir el compromiso apostólico y misionero que nace con nuestro propio bautismo.
Les propongo algunas indicaciones sobre el modo de utilizar esta Carta:
• Pido a los párrocos, a los superiores y superioras de comunidades de vida consagrada, a los directivos de los institutos educativos católicos, a los responsables arquidiocesanos de instituciones, movimientos y áreas pastorales, etc. que arbitren todos los medios posibles para que esta carta llegue a sus destinatarios.
• Les ruego que el Primer Domingo de Cuaresma se reparta a los fieles a la salida de todas las Misas de las parroquias, iglesias y capillas.
• Esta carta se deberá adaptar a los destinatarios, porque ellos son diferentes. Las diversidades se dan en las edades, en los niveles de formación, en la madurez espiritual, en el compromiso eclesial, etc.
Por esta última razón se hace necesario adaptar el contenido de esta Carta Pastoral a cada Comunidad y a cada grupo en particular. Este trabajo de mediación entre la Carta y los destinatarios concretos es imprescindible.
En la Parroquia, esta tarea deberá hacerla el Párroco, con la colaboración del Consejo Pastoral.
En los establecimientos educativos, esta labor la realizará el Equipo o Departamento de docentes de religión.
Por último los animadores, coordinadores o catequistas de cada grupo, darán la forma final concreta a esta propuesta de trabajo. Por lo mismo exige, de parte de ellos, una preparación previa donde estudien y recen el contenido, y planifiquen convenientemente el encuentro.
5. METODOLOGÍA DE TRABAJO
Este material está preparado para ser desarrollado en ocho reuniones a lo largo del año 2010.
Marzo: Introducción y Cap. I: Alentar un estilo misionero en la pastoral orgánica, en especial desde la Parroquia.
Abril: Cap. II:Hacia un modelo de pastoral renovada: “CRUZAR A LA OTRA ORILLA”.
Mayo: Cap. III:Una evangelización misionera.
Junio: Cap. IV:La conversión pastoral.
Julio: Cap. V: Alentar un estilo misionero en la pastoral orgánica.
Agosto: Cap. VI:El estilo de vida evangélico.
Septiembre: Cap. VII:Priorizar una pastoral misionera desde la catequesis.
Octubre: Cap. VIII:La catequesis ocasional – Conclusión.
Es importante trabajar esta Carta comunitariamente. Este trabajo grupal tiene que ser un “itinerario eclesial”, de formación y de oración que sigua el ritmo del Plan Arquidiocesano de Pastoral.
Sugiero un estilo dialogal, en el que cada integrante del grupo participe, intercambie ideas y pueda celebrar su fe.
• Los sacerdotes del presbiterio arquidiocesano dedicarán algún tiempo de las reuniones del Clero en Belén, o por Decanato, para reflexionar sobre los temas propuestos.
• Los Diáconos pueden hacerlo en sus reuniones ordinarias.
• Las consagradas pueden hacerlo en sus comunidades y en algún encuentro organizado por la CONFAR.
•En las parroquias y sus capillas se reflexionará sobre esta Carta en las reuniones ordina rias de los diversos grupos, por ej., catequistas, Cáritas, pastoral de la salud, pastoral vocacional, jóvenes, matrimonios, familias, ministros extraordinarios de la comunión, Acción Católica, Liga de Madres, Movimiento Familiar Cristiano, Encuentro Matrimonial, Cursillos de Cristiandad, etc.
• Los miembros de instituciones, movimientos, asociaciones, etc. podrán dedicar algún momento de sus reuniones ordinarias para profundizar el contenido de esta carta.
• En los establecimientos educativos la reflexión se hará dentro de la enseñanza religiosa escolar.
• En los establecimientos educativos católicos el estudio y reflexión se realizará en los diferentes estamentos de cada institución: docentes, administrativos, auxiliares, padres de alumnos, exalumnos, etc., y se procurará integrar el contenido de esta Carta en la programación de cada uno de los espacios curriculares.
Para cada uno de los ocho temas sugiero seguir los siguientes pasos:
•El estilo de cada Encuentro debe ser el de una reunión de oración.
•Hay que disponerse a la escucha con una actitud de recogimiento.
•Se comienza con una oración comunitaria.
•Se lee la palabra del Arzobispo, de acuerdo al capítulo correspondiente.
•Se leen los textos bíblicos citados.
•Se comenta y reflexiona entre todos. Lo importante es dialogar con sinceridad y fraternidad.
•Se termina con una oración.
martes, 9 de febrero de 2010
MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2010
« La justicia de Dios se ha manifestado
por la fe en Jesucristo » (cf. Rm 3,21-22)
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).
Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” - “dare cuique suum”, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).
¿De dónde viene la injusticia?
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar ―advierte Jesús― es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?
Justicia y Sedaqad
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para librarle de la mano de los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?
Cristo, justicia de Dios
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).
¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.
Vaticano, 30 de octubre de 2009
BENEDICTUS PP. XVI
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