sábado, 31 de julio de 2010


LA PREPARACIÓN
Le reconocieron al partir el pan
Cuando Jesús, la noche antes de morir, instituyó la Eucaristía y dijo: «Haced esto en memoria mía», quiso que recordásemos su muerte y resurrección, y que, a través de este recuerdo, su sacrificio redentor se hiciera presente entre nosotros para comunicarnos toda su eficacia salvadora. Pero, como la muerte y la resurrección del Señor son la síntesis y la culminación de toda su vida y de toda su predicación, hacer memoria de ellos significa recordar de algún modo todo lo que Jesús hizo y dijo. Sobre todo hay que hacer memoria de una serie de acontecimientos y alusiones, que encontramos a lo largo de toda la vida de Jesús, y que preparan y explican la importancia y sentido de esta comida tan especial que es la Eucaristía.
Más aún, Jesús mismo, al instituir la Eucaristía, quiso relacionar, tanto su signo de banquete como su significado profundo, con una serie de acontecimientos y profecías de la Antigua Alianza. De ahí que los escritos del Nuevo Testamento, y la propia liturgia eucarística, utilicen con frecuencia una serie de pasajes del Antiguo Testamento, a los que consideran como figuras de la Eucaristía y también como claves para entenderla: «Aunque Cristo estableció con su sangre la nueva alianza, los libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento y a su vez lo iluminan y lo explican» (Vaticano II, Dei Verbum, 16). Asumiendo estas convicciones, nosotros intentaremos ahora penetrar en la inmensa riqueza de la Eucaristía; primero, desde su prehistoria, es decir, desde aquellas figuras del Antiguo Testamento que la anuncian, y, después, desde algunos hechos y dichos de Jesús que la preparan y explican.

1. LAS FIGURAS DE LA EUCARISTÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
a) La ofrenda de Abel
«Mira con bondad esta ofrenda y acéptala como aceptaste los dones del justo Abel», reza la Plegaria Eucarística I. Se hace aquí referencia a la primera ofrenda, según la Biblia, que un hombre hace a Dios y que Dios acepta. Los dos primeros hermanos, Caín y Abel, ofrecen al Señor algo de lo que tienen; pero el Señor «se fijó en Abel y su ofrenda, más que en Caín y la suya» (Gén 4,4-5). Y esta diferencia será precisamente la causa de la muerte de Abel, asesinado por su hermano. La Carta a los Hebreos comenta así este pasaje: «Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio mejor que el de Caín, por ello fue declarado justo, con la aprobación de Dios a sus ofrendas; por ello, aunque muerto, sigue hablando» (Hb 11,4). Y la misma Carta relacionará después la sangre de Abel con la de Jesús: «...Jesús, el mediador de la nueva alianza, que nos ha rociado con una sangre que habla más elocuentemente que la de Abel» (Hb 12,24). Es evidente que la alusión a Abel en la Eucaristía quiere destacar dos cosas. Primero, que nuestra ofrenda sólo será aceptable a Dios si la hacemos con fe. Y, en segundo lugar, recordando que lo que Abel ofreció en realidad fue su propia vida, tomamos conciencia de que Jesús nos redimió al precio de su propia sangre.
b) El sacrificio de Abrahán
Un día Dios le pidió al primer creyente que, como prueba de su fe y confianza en él, le sacrificara al único hijo que tenía. Abrahán no dudó en ofrecer a Isaac, pero Dios, al comprobar su decisión, no dejó que se consumara el sacrificio y le presentó un cordero, para que lo matara en vez de su hijo (cf. Gén 22). El recuerdo del célebre sacrificio del patriarca planea también sobre la Eucaristía por varias razones. Ante todo, como ejemplo de nuestra fe, es decir, de nuestra entrega total y libre a Dios, uniéndonos a la ofrenda total de Cristo. Pero es que, además, Dios, en el caso de Jesús, llegó al extremo que no quiso permitir a Abrahán: «No perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). Y por eso en la Eucaristía recordamos y celebramos que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16). Y una última sugerencia nos la ofrece también la Carta a los Hebreos al comentar que Abrahán, al ofrecer a Isaac, «pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar muertos y por eso recobró a Isaac como figura del futuro» (Hb 11,19). Así, el sacrificio de Abrahán es también figura de la resurrección de Cristo que celebramos en la Eucaristía.
c) La oblación de Melquisedec
Este misterioso personaje, que es presentado como rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, aparece de forma repentina e inesperada en la vida de Abrahán, ofreciéndole pan y vino, y bendiciendo al patriarca y a Dios por haberle dado la victoria sobre reyes poderosos (cf. Gén 14,18-20). El personaje vuelve a salir en el famoso Salmo «Oráculo del Señor a mi señor», que proclama la dignidad sacerdotal del rey davídico: «Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec» (Sal 110,4). Este Salmo es uno de los más citados en el Nuevo Testamento, incluso por el mismo Jesús (cf. Mt 22,41-46). Sobre todo la Carta a los Hebreos, en una larga exposición (cf. Hb 7-8), aprovecha el paralelismo con Melquisedec para presentar a Jesús como sacerdote único, supremo y eterno porque, como Hijo que es, asegura la relación perfecta con Dios. Y este único sacerdote ha ofrecido de una vez para siempre un único sacrificio, su propio cuerpo y su propia sangre. Por otra parte, toda la tradición cristiana resaltará como profecía el tipo de ofrenda que hizo Melquisedec: el pan y el vino, que son los signos de la Eucaristía.
d) La Pascua
El pueblo de Israel vivía como esclavo en Egipto y Dios decidió liberarlo. Un día les mandó sacrificar un cordero por familia y comerlo, para poder iniciar con fuerzas la gran marcha por el desierto. Les mandó, además, que marcasen sus puertas con la sangre del cordero, para que el ángel del Señor no matara a sus primogénitos, como iba a hacer con los primogénitos de los egipcios. Ese fue, pues, el cordero de la liberación y de la vida (cf. Ex 12). Jesús instituyó la Eucaristía cuando los judíos se disponían a celebrar la Pascua -fiesta anual que recordaba la liberación-, y murió cuando todas las familias judías estaban matando los corderos para la cena pascual. Con eso quiso decirnos que él es el Cordero que, con su muerte, nos da la verdadera libertad y la vida definitiva. Y la Eucaristía es la cena pascual auténtica, el alimento que libera y vivifica.
e) El sacrificio de la alianza
El pueblo de Israel, en su marcha de la libertad, llegó por el desierto al monte Sinaí, y allí Dios les propuso una alianza, un pacto de amistad y de pertenencia mutua. El pueblo aceptó. Y entonces Dios quiso que rubricasen este pacto al modo como se solían sellar los pactos en aquellas culturas antiguas: mezclando la sangre de las dos partes contratantes, aunque fuera de manera simbólica. Moisés mató unos novillos y roció con su sangre el altar (símbolo de Dios) y al pueblo (cf. Ex 24). Jesús, al instituir la Eucaristía, dijo: «Esta es la sangre de la nueva alianza, que será derramada por vosotros». Es decir, con la sangre de Cristo, que recordamos y recibimos en la Eucaristía, se sella el pacto definitivo de amor entre Dios y el hombre.
f) El maná
Durante la peregrinación por el desierto y ante las protestas del pueblo por falta de provisiones, Dios hizo llover del cielo un pan misterioso, al que los israelitas llamaron «maná». Lo tenían que recoger cada día, sin guardar nada para el día siguiente (cf. Ex 16). Jesús, en su discurso eucarístico, dijo: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo. Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo... Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne» (Jn 6,32.51). Con esto quiso decirnos que la Eucaristía es el alimento definitivo que, día a día, nos fortalece en nuestro camino hacia el Padre.
g) El cordero expiatorio
Dios le mandó a Moisés que, una vez al año, en la fiesta solemne de la Expiación, impusiera las manos sobre un macho cabrío, como para descargar sobre él todas las culpas de los israelitas, y que después lo soltara por el desierto. Era un modo de significar que Dios olvidaba y perdonaba las culpas del pueblo (cf. Lv 16,20-22). Jesús dijo: «Esta es mi sangre..., que se derrama por todos para el perdón de los pecados». La muerte de Jesús, cuyo efecto nos llega en la Eucaristía, es la fuente definitiva del perdón.
h) El pan para el camino de Elías
El profeta Elías huía perseguido por Jezabel. Aburrido y asqueado, se echó a la sombra de un árbol, pidió al Señor la muerte y se durmió. Un ángel lo despertó, y por dos veces le invitó a comer un misterioso pan. Comió, bebió del agua que le dio también el ángel, y «con la fuerza de aquel pan caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb», donde vio la gloria de Dios (cf. 1 Re 19,1-8). Nosotros, como Elías, vamos caminando por la vida acosados por las dificultades; nos cansamos y desfallecemos, pero el pan de la Eucaristía nos da fuerza para seguir caminando hasta el encuentro con nuestro Padre.
i) El banquete final de Isaías
El profeta Isaías contempla poéticamente la salvación final como un inmenso banquete, con manjares y bebidas exquisitas, al que serán invitados todos los pueblos, y en el que desaparecerán todas las lágrimas de los hombres (cf. Is 25,6-10). Esta imagen será utilizada por Jesús en sus parábolas para hablarnos de la vida definitiva. Y la Eucaristía es concebida por el mismo Señor como anuncio y anticipo de ese gran banquete final: «Os digo que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, nuevo, en el reino de mi Padre» (Mt 26,29).

2. EL ANUNCIO DE LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE JESÚS
a) Jesús, el verdadero esposo
Juan el Bautista presenta a Jesús como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) y como el verdadero Esposo, a quien pertenece la esposa (cf. Jn 3,27-30). En los primeros días de su vida pública, Jesús, junto con su madre y sus primeros discípulos, asisten a una boda en Caná de Galilea (cf. Jn 2,1-12). La madre de Jesús constata que se ha acabado el vino y se lo dice a Jesús. Éste le responde con una frase misteriosa: «Todavía no ha llegado mi hora». Pero, ante la insistencia de la madre, acaba convirtiendo en vino el agua que llenaba seis tinajas de las que utilizaban los judíos para sus purificaciones. Con este milagro, dice el evangelista, Jesús «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él». Pero toda esta escena está cargada de un profundo sentido simbólico. En realidad es un «signo» que anticipa y anuncia otra boda y, por tanto, otros esposos. Jesús, cuando le llegue «su hora», la de la cruz, será realmente glorificado por el Padre (cf. Jn 17,1), porque será entonces cuando, derramando el vino nuevo de su sangre y entregando el Espíritu (cf. Jn 19,30.34), creará a su Esposa, la Iglesia, sus discípulos, dándoles una nueva madre, una nueva Eva, en la persona de esa «mujer» que ha forzado la anticipación en Caná y estará también presente junto a la cruz (cf. Jn 19,25-27). Y esa boda en la que Jesús recrea y se une esponsalmente a sus discípulos, es la que tiene lugar siempre que comemos su carne y bebemos la verdadera bebida de su sangre.
b) Jesús come con pecadores
Las comidas tenían un sentido sagrado para los judíos, porque expresaban la comunión con Dios y también la comunión con todos aquellos que participaban en la comida. Jesús introduce una gran novedad, ya que, no solamente come con sus amigos, sino que se sienta a la mesa con pecadores, publicanos marginados y gente de mala fama (cf. Mc 2,13-17; Lc 15,1-3; Lc 19,1-10). Los bienpensantes de su tiempo le recriminaron esta conducta: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les contestó que con ello estaba cumpliendo la esencia de su misión: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Y, para corroborarlo, les contó las tres grandes parábolas de la misericordia, la oveja, la moneda y el hijo perdidos y reencontrados (cf. Lc 15), en las que anuncia que nadie queda excluido de la comunión con Dios, porque en el Reino de Dios no hay fronteras para el perdón, para el amor de Dios y la salvación. Todas estas comidas son un signo de reconciliación, que anticipan lo que después sucederá en el banquete eucarístico, en el que Jesús ofrecerá la reconciliación a los pecadores de todos los tiempos.
c) Jesús alimenta a los hambrientos
Jesús realizó dos multiplicaciones milagrosas de panes y peces (cf. Mc 6,34-44; 8,1-10). Las circunstancias de los dos milagros son parecidas. Una gran multitud acude a oír a Jesús, que siente lástima de ellos «porque estaban como ovejas sin pastor». Pero, además, siente también compasión «porque no tienen qué comer», y multiplica los pocos panes y peces que tienen sus discípulos. En las dos escenas, pues, Jesús se presenta como el pastor que realiza a la vez dos misiones: enseñar y alimentar. Y en las dos misiones involucra a sus discípulos, que acaban de tener su primera experiencia de predicación y que tienen que colaborar para que todos puedan comer. Jesús seguirá realizando estas dos misiones a través de sus discípulos en la Eucaristía, que ofrece siempre unidas la mesa de la palabra y la mesa del pan.
Pero las circunstancias de los dos milagros, aunque sean similares, no son idénticas: cambian los destinatarios. En la primera (cf. Mc 6,34-44), Jesús da de comer a judíos, miembros del pueblo de Dios: se realiza en territorio judío, el pueblo está perfectamente organizado y las cestas de las sobras son doce, número representativo del pueblo de Dios. En la segunda (cf. Mc 8,1-10), los destinatarios son paganos: tiene lugar en la Decápolis, fuera de Israel, y las cestas que recogen las sobras son siete, número simbólico de las naciones paganas (cf. Dt 7,1; Hch 6,1-4). La Eucaristía será, a la vez, un sacramento de «iniciación», que culminará el proceso por el que un pagano se hace cristiano, y un sacramento de «crecimiento», que desarrollará y perfeccionará la vida nueva en el ya cristiano.
d) Jesús, pan de vida
Después de la primera multiplicación de los panes, según el Evangelio de san Juan, Jesús pronunció un célebre discurso en la sinagoga de Cafarnaún. En realidad son dos discursos, aunque estén unidos: uno sobre el pan de vida (cf. Jn 6,23-51) y otro sobre el pan eucarístico (cf. Jn 6,52-58).
En el primero, Jesús intenta convencer a los oyentes para que, además de buscar el alimento que sostiene nuestra existencia terrena (el pan material que acaban de comer), aspiren a otro alimento que da el Autor de la vida, el que da la vida eterna. El que da ese alimento es el Padre: «Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo». Y ese pan es Jesús mismo: «Yo soy el pan de vida». Pero este alimento exige ser aceptado de forma personal por la fe: «Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquel que él ha enviado». Una fe, por cierto, que nos es regalada: «Nadie puede aceptarme, si el Padre que me envió no se lo concede». Jesús concluye este primer discurso con esta sentencia solemne: «Os aseguro que el que cree, tiene vida eterna».
En el segundo discurso, ya no se trata de creer, esto era solamente una condición previa necesaria, sino de comer y beber la carne y la sangre del Hijo del hombre. Jesús, ante el asombro de sus oyentes, subraya que no se trata solamente de una expresión simbólica, sino de una verdadera comida, de una comida real: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Además, Jesús explica los efectos que produce este alimento inaudito; son dos. Primero, una compenetración misteriosa, una inmanencia mutua entre Jesús y quien lo come: «El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él». Y el segundo, la inmortalidad: «el que coma de este pan vivirá para siempre».
Nos encontramos ante el texto evangélico que explica con mayor profundidad el misterio de la Eucaristía. Los dones sacramentales del pan y del vino son el medio para lograr la unión personal con Cristo, muerto y resucitado, que es la única manera de conseguir la salvación definitiva. Y esta unión sólo es eficaz y se realiza cuando se cumple la exigencia única y decisiva impuesta al hombre, la fe en el Revelador, enviado por Dios y portador de la salvación.
e) Jesús lava los pies a sus discípulos
Aparentemente, este relato de san Juan (cf. Jn 13,1-20) no dice nada de la Eucaristía. Pero, sucedió «la víspera de la fiesta de la pascua», sabiendo Jesús «que le había llegado la hora de dejar el mundo para ir al Padre», y mientras «estaban cenando». Es decir, en el mismo momento en que, según los demás evangelistas, Jesús instituyó la Eucaristía. ¿Qué llevó al evangelista Juan a sustituir una cosa por otra? ¿No será que nos quiere descubrir el sentido que tiene la misma Eucaristía, de la que ya nos habló largo y tendido en el discurso del pan de vida?
La escena comienza con dos afirmaciones solemnes del evangelista, que nos preparan para presenciar lo que parece que va ser la culminación de la obra de Jesús. Primero nos lo presenta como el Enviado divino en trance de cumplir definitivamente su misión: «Entonces Jesús, sabiendo que el Padre le había entregado todo, y que de Dios había venido y a Dios volvía...». Pero, además, nos muestra el móvil y la actitud fundamental con que cumple esa misión: «Y él, que había amado a los suyos, llevó su amor hasta el extremo». Tras esta preparación, nos cuenta lo que ocurrió: Jesús se pone a lavar los pies a sus discípulos, en un gesto propio de siervos.
Las reacciones que este gesto produce en sus discípulos, sobre todo en Pedro, y las palabras con que Jesús lo aclara, nos descubren un doble mensaje. Primero, que este gesto es algo que sólo Jesús puede hacer porque es algo que simboliza su misión: el servicio supremo prestado a los hombres por el Siervo de Dios, la entrega de su vida para purificarlos. Sin este servicio, los hombres no tendrían parte con él en su propia filiación y en la herencia prometida: «Si no te lavo los pies, no podrás contarte entre los míos». Eso es lo que Pedro no entiende de momento, pero entenderá más tarde, como dice Jesús. Pero, después, el Maestro convierte su actuación en ejemplo que los suyos deben imitar: «Vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros». Es decir, los discípulos se deben servir unos a otros. Los dos mensajes están íntimamente unidos: la misión de Jesús tiene como objetivo crear unos discípulos capaces de amarse unos a otros con una actitud humilde de servicio. Pero esto no sería posible sin el amor de Jesús por ellos, sin su palabra y la entrega de su vida, que les limpia de todo aquello que se opone al amor.
Todos estos mensajes nos descubren el sentido profundo de la Eucaristía. En ella, Jesús realiza plenamente su misión en nosotros amándonos hasta el extremo; porque, al morir por nosotros, nos purifica de nuestros egoísmos, nos asocia a su propia entrega y nos hace capaces de amarnos entre nosotros como él nos ha amado. Por eso la Eucaristía es la fuente y la cima de la vida cristiana, la que nos hace cristianos y la que hace la Iglesia.
f) Jesús resucitado camina con sus discípulos
¡Jesús siguió comiendo con sus discípulos después de la Resurrección! Y estas comidas del Resucitado son precisamente las más cercanas a lo que nosotros celebramos, ya que el Jesús con el que nos encontramos ahora en la Eucaristía es ya el Señor resucitado y glorioso.
La primera de estas comidas tuvo lugar el mismo día de Pascua y tuvo como invitados a dos discípulos que iban camino de Emaús (cf. Lc 24,13-35). Realmente esta escena es como una catequesis del itinerario de nuestra celebración eucarística, en sus diferentes partes.
Dos caminaban juntos, aunque sin entenderse demasiado, iban discutiendo: en la Eucaristía comenzamos esforzándonos por formar comunidad.
Iban «de vuelta», preocupados y afligidos por sus oscuridades y frustraciones. El caminante que se les une les obliga a reconocer esta situación: también nosotros reconocemos nuestras deficiencias en el acto penitencial.
Jesús les sale al encuentro y comienza a caminar con ellos, pero no lo reconocen, porque a Jesús sólo se le puede ver ahora con los ojos de la fe. Para suscitar en ellos esta fe, Jesús les explica todo lo que se refería a él en la Escritura. Y esta explicación es lo que les hace arder el corazón y les prepara para reconocerlo. La Liturgia de la Palabra, en la que nos habla Jesús, nos despierta la fe y nos prepara para reconocerlo.
Los dos discípulos acogen la enseñanza de Jesús y muestran su deseo de continuar con él: con nuestra profesión de fe acogemos su palabra y nos preparamos para encontrarnos con su propia persona.
Jesús se sentó a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Y entonces lo reconocieron, aunque él desapareció de su lado. Las cuatro acciones de Jesús son las que seguimos repitiendo en la Liturgia Eucarística. Y a través de ellas, se produce la presencia real, aunque misteriosa, de Jesús entre nosotros.
Después de esto, los dos discípulos se volvieron corriendo a Jerusalén para contar a los demás lo que les había sucedido. Al final de la Eucaristía somos enviados a dar testimonio del Resucitado.
g) Jesús resucitado acompaña a sus discípulos en su misión
La última aparición del Resucitado que nos cuenta san Juan, en el lago de Tiberíades, nos ofrece una visión maravillosa de la presencia de Jesús en el hoy de la Iglesia. Y en concreto, su primera parte, la pesca milagrosa (cf. Jn 21,1-14), simboliza la misión de la Iglesia y la importancia de la Eucaristía para la evangelización.
Siete discípulos están pescando juntos. Como el número siete es símbolo de totalidad, se quiere subrayar que la faena de la «pesca» es de todos y de todos unidos. En un primer momento, el trabajo resulta inútil: «No lograron pescar nada». Al amanecer, como el día de la Resurrección, Jesús se presenta, no en la barca, sino en tierra firme, aunque cerca. Desde una nueva situación, desde la gloria del Padre, no abandona a sus discípulos, les sigue de cerca en sus avatares y dificultades, aunque no se mezcla directamente en su trabajo. Los discípulos no lo reconocen, porque están viviendo en la oscuridad de la fe.
Jesús manda echar la red, manda que la Iglesia evangelice, contra todas las dificultades y cálculos pesimistas. Y los discípulos, a pesar de no haberlo reconocido, le hacen caso, echan la red. Y, por haber secundado la iniciativa de Jesús, consiguen una pesca espléndida. La red se llena a rebosar, pero no se rompe: la Iglesia tiene capacidad para recibir en su seno a todos los hombres, por muy distinta que sea su mentalidad y cultura. Y, ante el milagro, reconocen a Jesús, ¡sólo él podía hacer esto! Acercan la barca con la red llena a la orilla, que estaba cerca: no era mucha la distancia que les separaba de la tierra prometida donde se encuentra el Resucitado.
«Al saltar a tierra vieron unas brasas, con peces colocados sobre ellas, y pan». Jesús mismo les ha preparado esta comida. Pero les pide a los discípulos una aportación: «Traed ahora algunos de los peces que habéis pescado». Esta aportación viene del fruto de la «pesca». «Jesús se acercó, tomó el pan en sus manos y se lo repartió; y lo mismo hizo con los peces». Jesús les sirve la comida, como había hecho tantas veces, y, sobre todo, la noche antes de su muerte.
La Eucaristía se celebra en la frontera entre este mundo y el venidero, es comida terrena que prepara y anuncia el banquete final en la tierra prometida. Es puro don del Resucitado, pero exige la aportación de los invitados, una aportación que supone la participación en la misión de Jesús. La Eucaristía es, a la vez, punto de llegada de la tarea evangelizadora y fuente de donde emana toda su vitalidad.

PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN
Seguimos profundizando en nuestra relación personal con Dios. Las escenas bíblicas que recordamos en este tema destacan, ante todo, la necesidad de la fe. A Dios no lo vemos con nuestros ojos ni lo oímos con nuestros oídos naturales. Y, sin embargo, Abel, Abrahán, Moisés... parece que lo vieron y oyeron de alguna manera. Recibieron como «unos nuevos ojos» y «una nueva capacidad de escuchar» que les hizo caer en la cuentan de que, más allá de todo lo que veían y oían, había Alguien fundamental, del que depende todo; y que ese Alguien les hablaba. ¡Lo mismo nos ocurre a nosotros! La fe son esos ojos y oídos misteriosos, que no sabemos como aparecen en nosotros porque nos son regalados desde fuera; son como un milagro, que no acabamos nunca de comprender. Pero lo que sí experimentamos es que, a través de esas nuevas capacidades de conocer, Alguien nos está llamando, ofreciendo amistad y pidiendo amistad. Por eso creer es entregarse totalmente a esa amistad, hacer de ella el absoluto de nuestra vida. Y, al vivir esa nueva amistad, todo cambia en nuestra existencia: parece que entramos en una nueva dimensión, en una vida distinta, de una plenitud insospechada. Es como si ese Alguien nos hubiera echo salir de nuestra vida anterior y nos hubiera transportado a otra, a nuevas perspectivas, nuevas posibilidades, nuevas esperanzas. ¿Quién es ese Alguien? No conocemos su nombre. Pero una cosa es clara: tiene mucho interés en presentarse, en demostrarse, como el Amigo, el bienhechor, el cuidador, el pastor, el Padre, y nos invita a arrojarnos en sus brazos, a confiar totalmente en él. Por eso creer es, en definitiva, fiarnos de Él, confiar totalmente en su indecible bondad. Así lo hizo Abrahán y así lo hacemos nosotros, que nos confesamos hijos suyos.
Te propongo que en tu oración personal durante este mes, te maravilles de tu fe, le des gracias a Dios por ella, y le pidas que te la aumente. Sí, porque la fe es un don gratuito de Dios, el don por excelencia, ya que es el que nos abre la puerta a todos los otros dones. Háblale a Dios de tus dudas, sin asustarte por ellas, porque son las que nos hacen caer en la cuenta de que la fe no la producimos nosotros. Y, sobre todo, no olvides que la fe no es «saber» sino «entregarse». Renueva, pues, esa alianza de amor que es a lo que conduce: «Haz de mí lo que quieras».
¿No crees que esa nueva relación que establece la fe ilumina también el tipo de relación con tu pareja? De hecho es curioso que se aplique a tu matrimonio la misma palabra que sirve para designar la relación creyente con Dios: alianza de amor. Por eso, en vuestro diálogo conyugal podíais comentar: ¿Cómo nos vemos el uno al otro? ¿Simplemente como un macho y una hembra, o como algo más? ¿Hemos sido capaces de descubrir que, en el otro, Dios nos está llamando a vivir su amistad? ¿Nos fiamos el uno del otro, o tenemos reservas por si acaso? ¿Confías plenamente en mí? ¿Qué no estamos dispuestos a darnos? ¿Compartimos nuestra fe? Y podíais acabar recitando juntos el Credo, como diciéndole a Dios: creemos en pareja, somos una pareja creyente.
La celebración eucarística es el «misterio de la fe», es decir, el momento en que la fe se ejerce de forma única, y cuando la fe vive su secreto más profundo, la amistad con Dios, la alianza. Os propongo, pues, que durante este mes vuestras Eucaristías sean verdaderas celebraciones de la fe. Y, para ello:
1.º Al principio de la Misa, pedidle perdón a Dios por no haber cuidado suficientemente vuestra fe ni haber sido coherentes con ella.
2.º Profesad conscientemente vuestra fe en el Credo y en el momento de la consagración.
3.º Durante la Plegaria eucarística, dadle gracias a Dios por vuestra fe.
4.º En la comunión, ofrecedle a Jesús toda vuestra vida.

PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO
Diálogo sobre el tema
Hemos visto cómo la Eucaristía se ha ido preparando en toda la historia de la salvación, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Y todas las escenas que hemos evocado nos descubrían algunos de los aspectos de esa culminación que es el banquete de la nueva alianza. Ayudémonos ahora a captar todos esos mensajes:
1.ª ¿Qué elementos de la Eucaristía nos descubren con claridad las figuras del Antiguo Testamento?
2.ª A la luz de las escenas evangélicas que hemos comentado, ¿qué es para nosotros Jesús?
3.ª ¿Cómo se reflejan esas características de Jesús en la celebración eucarística?

Palabra de Dios para la oración en común
Lectura de la Carta a los Hebreos (11,1-4. 8. 17. 27-28. 39-40; 12,1-2).
«La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve. Por ella obtuvieron nuestros antepasados la aprobación de Dios. La fe es la que nos hace comprender que el mundo ha sido formado por la palabra de Dios, de modo que lo visible proviene de lo invisible.
Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más perfecto que el de Caín; ella lo acreditó como justo, atestiguando Dios mismo a favor de sus ofrendas, y por ella, aun muerto, habla todavía. Por la fe Abrahán, obediente a la llamada divina, salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, sometido a prueba, estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac; y era a su hijo único a quien inmolaba. Por la fe Moisés abandonó Egipto, celebró la Pascua y roció con sangre las casas hebreas.
Y sin embargo, todos ellos, tan acreditados por su fe, no alcanzaron la promesa, porque Dios, con una providencia más misericordiosa para con nosotros, no quiso que llegasen sin nosotros a la perfección final. Por tanto, también nosotros, ya que estamos rodeados de tal nube de testigos de la fe, liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asedia, y corramos con constancia en la carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de nuestra fe, el cual, animado por el gozo que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios».