martes, 28 de abril de 2009

PRIMERA PARTE

EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA

Vaticano, 24 de febrero de 1980

Venerados y queridos Hermanos:

1. También este ańo, os dirijo a vosotros, para el próximo Jueves Santo, una carta que tiene una relación inmediata con la que habéis recibido el ańo pasado, en la misma ocasión, junto con la Carta para los sacerdotes. Deseo ante todo agradeceros cordialmente que hayáis acogido mis cartas precedentes con aquel espíritu de unidad que el Seńor ha establecido entre nosotros y que hayáis transmitido a vuestro Presbiterio los pensamientos que deseaba expresar al principio de mi pontificado.

Durante la Liturgia Eucarística del Jueves Santo, habéis renovado -junto con vuestros sacerdotes- las promesas y compromisos asumidos en el momento de la ordenación. Muchos de vosotros, venerados y queridos Hermanos, me lo habéis comunicado después, ańadiendo palabras de agradecimiento personal y mandando a veces las de vuestro propio Presbiterio. Además, muchos sacerdotes han manifestado su alegría, tanto por el carácter profundo y solemne del Jueves Santo, en cuanto "fiesta anual de los sacerdotes", como por la importancia de los problemas tratados en la Carta a ellos dirigida.

Tales respuestas forman una rica colección que, una vez más, indican cuán querida es para la gran mayoría del Presbiterio de la Iglesia católica la senda de la vida sacerdotal por la que esta Iglesia camina desde hace siglos, cuán amada y estimada es para los sacerdotes y cómo desean proseguirla en el futuro.

He de ańadir aquí que en la Carta a los sacerdotes han hallado eco solamente algunos problemas, como ya se ha seńalado claramente al principio de la misma[1]. Además ha sido puesto principalmente de relieve el carácter pastoral del ministerio sacerdotal, lo cual no significa ciertamente que no hayan sido tenidos también en cuenta aquellos grupos de sacerdotes que no desarrollan una actividad directamente pastoral. A este propósito quiero recordar una vez más el magisterio del Concilio Vaticano II, así como las enunciaciones del Sínodo de los Obispos del 1971.

El carácter pastoral del ministerio sacerdotal no deja de acompańar la vida de cada sacerdote, aunque las tareas cotidianas que desarrolla no estén orientadas explícitamente a la pastoral de los sacramentos. En este sentido, la Carta dirigida a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo iba dirigida a todos sin excepción, aunque, como he insinuado antes, ella no haya tratado todos los problemas de la vida y actividad de los sacerdotes. Creo útil y oportuna tal aclaración el principio de esta Carta.

  • I. EL MISTERIO EUCARÍSTICO EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL SACERDOTE
  • II. SACRALIDAD DE LA EUCARISTÍA Y SACRIFICIO
  • III. LAS DOS MESAS DEL SEŃOR Y EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA
  • CONCLUSIÓN
  • Contenido

I. EL MISTERIO EUCARÍSTICO EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL SACERDOTE

  • Eucaristía y sacerdocio
  • Culto del misterio eucarístico
  • Eucaristía e Iglesia
  • Eucaristía y caridad
  • Eucaristía y prójimo
  • Eucaristía y vida

Eucaristía y sacerdocio

2. La Carta presente que dirijo a vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado, -y que, como he dicho, es en cierto modo una continuación de la precedente- está también en estrecha relación con el misterio del Jueves Santo y asimismo con el sacerdocio. En efecto, quiero dedicarla a la Eucaristía y, más en concreto, a algunos aspectos del misterio eucarístico y de su incidencia en la vida de quien es su ministro. Por ello los directos destinatarios de esta Carta sois vosotros, Obispos de la Iglesia; junto con vosotros, todos los Sacerdotes; y, según su orden, también los Diáconos.

En realidad, el sacerdocio ministerial o jerárquico, el sacerdocio de los Obispos y de los Presbíteros y, junto a ellos, el ministerio de los Diáconos -ministerios que empiezan normalmente con el anuncio del evangelio- están en relación muy estrecha con la Eucaristía. Esta es la principal y central razón de ser del Sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella[2]. No sin razón las palabras "Haced esto en conmemoración mía" son pronunciadas inmediatamente después de las palabras de la consagración eucarística y nosotros las repetimos cada vez que celebramos el Santo Sacrificio[3].

Mediante nuestra ordenación -cuya celebración está vinculada a la Santa Misa desde el primer testimonio litúrgico[4]- nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, "por ella" y "para ella". Somos, de modo particular, responsables "de ella", tanto cada sacerdote en su propia comunidad como cada obispo en virtud del cuidado que debe a todas las comunidades que le son encomendadas, por razón de la "sollicitudo omnium ecclesiarum" de la que habla San Pablo[5]. Está pues encomendado a nosotros, obispos y sacerdotes, el gran "Sacramento de nuestra fe", y si él es entregado también a todo el Pueblo de Dios, a todos los creyentes en Cristo, sin embargo se nos confía a nosotros la Eucaristía también "para" los otros, que esperan de nosotros un particular testimonio de veneración y de amor hacia este Sacramento, para que ellos puedan igualmente ser edificados y vivificados "para ofrecer sacrificios espirituales"[6].

De esta manera nuestro culto eucarístico, tanto en la celebración de la Misa como en lo referente al Stmo. Sacramento, es como una corriente vivificante, que une nuestro sacerdocio ministerial o jerárquico al sacerdocio común de los fieles y lo presenta en su dimensión vertical y con su valor central. El sacerdote ejerce su misión principal y se manifiesta en toda su plenitud celebrando la Eucaristía[7], y tal manifestación es más completa cuando él mismo deja traslucir la profundidad de este misterio, para que sólo el resplandezca en los corazones y en las conciencias humanas a través de su ministerio. Este es el ejercicio supremo del "sacerdocio real", la "fuente y cumbre de toda la vida cristiana"[8].

Culto del misterio eucarístico

3. Tal culto está dirigido a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Ante todo al Padre, como afirma el evangelio de San Juan: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna"[9].

Se dirige también en el Espíritu Santo a aquel Hijo encarnado, según la economía de salvación, sobre todo en aquel momento de entrega suprema y de abandono total de sí mismo, al que se refieren las palabras pronunciadas en el cenáculo: "esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros"... "éste es el cáliz de mi Sangre... que será derramada por vosotros"[10]. La aclamación litúrgica: "Anunciamos tu muerte" nos hace recordar aquel momento. Al proclamar a la vez su resurrección, abrazamos en el mismo acto de veneración a Cristo resucitado y glorificado "a la derecha del Padre", así como la perspectiva de su "venida con gloria". Sin embargo, es su anonadamiento voluntario, agradable al Padre y glorificado con la resurrección, lo que, al ser celebrado sacramentalmente junto con la resurrección, nos lleva a la adoración del Redentor que "se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz"[11].

Esta adoración nuestra contiene otra característica particular: está compenetrada con la grandeza de esa Muerte Humana, en la que el mundo, es decir, cada uno de nosotros, es amado "hasta el fin"[12]. Así pues, ella es también una respuesta que quiere corresponder a aquel Amor inmolado que llega hasta la muerte en la cruz: es nuestra "Eucaristía", es decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su muerte y hecho participantes de su vida inmortal mediante su resurrección.

Tal culto, tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompańa y se enraíza ante todo en la celebración de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos, incluso fuera del horario de las Misas. En efecto, dado que el misterio eucarístico ha sido instituido por amor y nos hace presente sacramentalmente a Cristo, es digno de acción de gracias y de culto. Este culto debe manifestarse en todo encuentro nuestro con el Santísimo Sacramento, tanto cuando visitamos las iglesias como cuando las sagradas Especies son llevadas o administradas a los enfermos.

La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, Congresos eucarísticos[13]. A este respecto merece una mención particular la solemnidad del "Corpus Christi" como acto de culto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía, establecida por mi Predecesor Urbano IV en recuerdo de la institución de este gran Misterio[14]. Todo ello corresponde a los principios generales y a las normas particulares existentes desde hace tiempo y formuladas de nuevo durante o después del Concilio Vaticano II[15].

La animación y robustecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica renovación que el Concilio se ha propuesto y de la que es el punto central. Esto, venerados y queridos Hermanos, merece una reflexión aparte. La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración.

Eucaristía e Iglesia

4. Gracias al Concilio nos hemos dado cuenta, con mayor claridad, de esta verdad: como la Iglesia "hace la Eucaristía" así "la Eucaristía construye" la Iglesia[16]; esta verdad está estrechamente unida al misterio del Jueves Santo. La Iglesia ha sido fundada, en cuanto comunidad nueva del Pueblo de Dios, sobre la comunidad apostólica de los Doce que, en la última Cena, han participado del Cuerpo y de la Sangre del Seńor bajo las especies del pan y del vino. Cristo les había dicho: "tomad y comed"... "tomad y bebed". Y ellos, obedeciendo este mandato, han entrado por primera vez en comunión sacramental con el Hijo de Dios, comunión que es prenda de vida eterna. Desde aquel momento hasta el fin de los siglos, la Iglesia se construye mediante la misma comunión con el Hijo de Dios, que es prenda de la Pascua eterna.

Como maestros y guardianes de la verdad salvífica de la Eucaristía, debemos, queridos y venerados Hermanos en el Episcopado, guardar siempre y en todas partes este significado y esta dimensión del encuentro sacramental y de la intimidad con Cristo. Ellos constituyen, en efecto, la substancia misma del culto eucarístico. El sentido de esta verdad antes expuesta no disminuye en modo alguno, sino que facilita el carácter eucarístico de acercamiento espiritual y de unión entre los hombres que participan en el Sacrificio, el cual con la Comunión se convierte luego en banquete para ellos. Este acercamiento y esta unión, cuyo prototipo es la unión de los Apóstoles en torno a Cristo durante la última Cena, expresan y realizan la Iglesia.

Pero ella no se realiza sólo mediante el hecho de la unión entre los hombres a través de la experiencia de la fraternidad a la que da ocasión el banquete eucarístico. La Iglesia se realiza cuando en aquella unión y comunión fraternas, celebramos el sacrificio de la cruz de Cristo, cuando anunciamos "la muerte del Seńor hasta que El venga"[17], y luego cuando, compenetrados profundamente en el misterio de nuestra salvación, nos acercamos comunitariamente a la mesa del Seńor, para nutrirnos sacramentalmente con los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio. En la Comunión eucarística recibimos pues a Cristo, a Cristo mismo; y nuestra unión con El, que es don y gracia para cada uno, hace que nos asociemos en El a la unidad de su Cuerpo, que es la Iglesia.

Solamente de esta manera, mediante tal fe y disposición de ánimo, se realiza esa construcción de la Iglesia, que, según la conocida expresión del Concilio Vaticano II, halla en la Eucaristía la "fuente y cumbre de toda la vida cristiana"[18]. Esta verdad, que por obra del mismo Concilio ha recibido un nuevo y vigoroso relieve[19], debe ser tema frecuente de nuestras reflexiones y de nuestra enseńanza. Nútrase de ella toda actividad pastoral, sea también alimento para nosotros mismos y para todos los sacerdotes que colaboran con nosotros, y finalmente para todas las comunidades encomendadas a nuestro cuidado. En esta praxis ha de revelarse, casi a cada paso, aquella estrecha relación que hay entre la vitalidad espiritual y apostólica de la Iglesia y la Eucaristía, entendida en su significado profundo y bajo todos los puntos de vista[20].

Eucaristía y caridad

5. Antes de pasar a observaciones más detalladas sobre el tema de la celebración del Santo Sacrificio, deseo recordar brevemente que el culto eucarístico constituye el alma de toda la vida cristiana. En efecto, si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el Santísimo Sacramento, llamado generalmente Sacramento del amor.

La Eucaristía significa esta caridad, y por ello la recuerda, la hace presente y al mismo tiempo la realiza. Cada vez que participamos en ella de manera consciente, se abre en nuestra alma una dimensión real de aquel amor inescrutable que encierra en sí todo lo que Dios ha hecho por nosotros los hombres y que hace continuamente, según las palabras de Cristo: "Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también"[21]. Junto con este don insondable y gratuito, que es la caridad revelada hasta el extremo en el sacrificio salvífico del Hijo de Dios -del que la Eucaristía es seńal indeleble- nace en nosotros una viva respuesta de amor. No sólo conocemos el amor, sino que nosotros mismos comenzamos a amar. Entramos, por así decirlo, en la vía del amor y progresamos en este camino. El amor que nace en nosotros de la Eucaristía, se desarrolla gracias a ella, se profundiza, se refuerza.

El culto eucarístico es, pues, precisamente expresión de este amor, que es la característica auténtica y más profunda de la vocación cristiana. Este culto brota del amor y sirve al amor, al cual todos somos llamados en Cristo Jesús[22]. Fruto vivo de este culto es la perfección de la imagen de Dios que llevamos en nosotros, imagen que corresponde a la que Cristo nos ha revelado. Convirtiéndonos así en adoradores del Padre "en espíritu y verdad"[23], maduramos en una creciente unión con Cristo, estamos cada vez más unidos a El y -si podemos emplear esta expresión- somos más solidarios con El.

La doctrina de la Eucaristía, "signo de unidad" y "vínculo de caridad", enseńada por San Pablo[24], ha sido luego profundizada en los escritos de tantos santos, que son para nosotros un ejemplo vivo de culto eucarístico. Hemos de tener siempre esta realidad ante los ojos y, al mismo tiempo, debemos esforzarnos continuamente para que también nuestra generación ańada a esos maravillosos ejemplos del pasado otros ejemplos nuevos, no menos vivos y elocuentes, que reflejen la época a la que pertenecemos.

Eucaristía y prójimo

6. El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte de por sí en escuela de amor activo al prójimo. Sabemos que es éste el orden verdadero e integral del amor que nos ha enseńado el Seńor: "En esto conoceréis todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros"[25]. La Eucaristía nos educa para este amor de modo más profundo; en efecto, demuestra qué valor debe de tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo se ofrece a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo las especies de pan y de vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo.

Asimismo debemos hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria humana, a toda injusticia y ofensa, buscando el modo de repararlos de manera eficaz. Aprendamos a descubrir con respeto la verdad del hombre interior, porque precisamente este interior del hombre se hace morada de Dios presente en la Eucaristía. Cristo viene a los corazones y visita las conciencias de nuestros hermanos y hermanas. ˇCómo cambia la imagen de todos y cada uno, cuando adquirimos conciencia de esta realidad, cuando la hacemos objeto de nuestras reflexiones! El sentido del Misterio eucarístico nos impulsa al amor al prójimo, al amor a todo hombre[26].

Eucaristía y vida

7. Siendo pues fuente de caridad, la Eucaristía ha ocupado siempre el centro de la vida de los discípulos de Cristo. Tiene el aspecto de pan y de vino, es decir, de comida y de bebida; por lo mismo es tan familiar al hombre, y está tan estrechamente vinculada a su vida, como lo están efectivamente la comida y la bebida. La veneración a Dios que es Amor nace del culto eucarístico de esa especie de intimidad en la que el mismo, análogamente a la comida y a la bebida, llena nuestro ser espiritual, asegurándole, al igual que ellos, la vida. Tal veneración "eucarística" de Dios corresponde pues estrictamente a sus planes salvíficos. El mismo, el Padre, quiere que los "verdaderos adoradores"[27] lo adoren precisamente así, y Cristo es intérprete de este querer con sus palabras a la vez que con este sacramento, en el cual nos hace posible la adoración al Padre, de la manera más conforme a su voluntad.

De tal concepción del culto eucarístico brota todo el estilo sacramental de la vida del cristiano. En efecto, conducir una vida basada en los sacramentos, animada por el sacerdocio común, significa ante todo por parte del cristiano, desear que Dios actúe en él para hacerle llegar en el Espíritu "a la plena madurez de Cristo"[28]. Dios, por su parte, no lo toca solamente a través de los acontecimientos y con su gracia interna, sino que actúa en él, con mayor certeza y fuerza, a través de los sacramentos. Ellos dan a su vida un estilo sacramental.

Ahora bien, entre todos los sacramentos, es el de la Santísima Eucaristía el que conduce a plenitud su iniciación de cristiano y confiere al ejercicio del sacerdocio común esta forma sacramental y eclesial que lo pone en conexión -como hemos insinuado anteriormente-[29] con el ejercicio del sacerdocio ministerial. De este modo el culto eucarístico es centro y fin de toda la vida sacramental[30]. Resuenan continuamente en él, como un eco profundo, los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo y Confirmación. żDónde está mejor expresada la verdad de que además de ser "llamados hijos de Dios", lo "somos realmente"[31], en virtud del Sacramento del Bautismo, sino precisamente en el hecho de que en la Eucaristía nos hacemos partícipes del Cuerpo y de la Sangre del unigénito Hijo de Dios? Y żqué es lo que nos predispone mayormente a "ser verdaderos testimonios de Cristo"[32], frente al mundo, como resultado del Sacramento de la Confirmación, sino la comunión eucarística, en la que Cristo nos da testimonio a nosotros y nosotros a El?

Es imposible analizar aquí en sus pormenores los lazos existentes entre la Eucaristía y los demás Sacramentos, particularmente con el Sacramento de la vida familiar y el Sacramento de los enfermos. Acerca de la estrecha vinculación, existente entre el Sacramento de la Penitencia y el de la Eucaristía llamé ya la atención en la Encíclica "Redemptor hominis"[33]. No es solamente la Penitencia la que conduce a la Eucaristía, sino que también la Eucaristía lleva a la Penitencia. En efecto, cuando nos damos cuenta de Quien es el que recibimos en la Comunión eucarística, nace en nosotros casi espontáneamente un sentido de indignidad, junto con el dolor de nuestros pecados y con la necesidad interior de purificación.

No obstante debemos vigilar siempre, para que este gran encuentro con Cristo en la Eucaristía no se convierta para nosotros en un acto rutinario y a fin de que no lo recibamos indignamente, es decir, en estado de pecado mortal. La práctica de la virtud de la penitencia y el sacramento de la Penitencia son indispensables a fin de sostener en nosotros y profundizar continuamente el espíritu de veneración, que el hombre debe a Dios mismo y a su Amor tan admirablemente revelado.

Estas palabras quisieran presentar algunas reflexiones generales sobre el culto del Misterio eucarístico, que podrían ser desarrolladas más larga y ampliamente. Concretamente, se podría enlazar cuanto se dijo acerca de los efectos de la Eucaristía sobre el amor por el hombre con lo que hemos puesto de relieve ahora sobre los compromisos contraídos para con el hombre y la Iglesia en la comunión eucarística, y consiguientemente delinear la imagen de la "tierra nueva"[34] que nace de la Eucaristía a través de todo "hombre nuevo"[35].

Efectivamente en este Sacramento del pan y del vino, de la comida y de la bebida, todo lo que es humano sufre una singular transformación y elevación. El culto eucarístico no es tanto culto de la trascendencia inaccesible, cuanto de la divina condescendencia y es a su vez transformación misericordiosa y redentora del mundo en el corazón del hombre.

Recordando todo esto, sólo brevemente, deseo, no obstante la concisión, crear un contexto más amplio para las cuestiones que deberé tratar enseguida: ellas están estrechamente vinculadas a la celebración del Santo Sacrificio. En efecto, en esta celebración se expresa de manera más directa el culto de la Eucaristía. Este emana del corazón como preciosísimo homenaje inspirado por la fe, la esperanza y la caridad, infundidas en nosotros en el Bautismo. Es precisamente de ella, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado, sacerdotes y diáconos, de lo que quiero escribiros en esta Carta, a la que la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino hará seguir indicaciones más concretas.